Si el amor humano es puente al amor a Dios, y el amor a Dios seguro y pilar de nuestro amor humanoLeía el otro día unas palabras sobre el amor, unas palabras sencillas: “Amar a una persona significa: aceptar no entender todo de ella, estar dispuesto a cambiar y por lo tanto a sufrir, renunciar a algo por ella”[1].
Amar significa estar dispuesto a no comprenderlo todo de la persona amada, de la vida, de Dios. Significa aceptar vivir con dudas e interrogantes. Con preguntas sin respuestas.
El amor a una persona, a aquella que Dios pone en nuestra vida para formar una familia, forma parte del camino que recorremos. Así como en la vida cada paso sigue a otro paso, sin saber todo el futuro. Así en el amor cada gesto de amor es una entrega total, sin medir, sin esperar lo mismo a cambio.
El sacerdote alemán José Kentenich, nos invita a permanecer fieles al amor primero: “Fidelidad es el acrisolamiento firme y la perpetuación victoriosa del primer amor”[2].
El amor es esa fuerza que mueve el universo, que transforma el alma y nos hace capaces de darlo todo sin escatimar nada. Un amor renovado y fiel. Un amor probado y maduro. Permanecemos fieles a nuestro sí primero.
“Nuestro sí primero, el del primer amor, se ha de renovar cada mañana, cada noche, a cada hora. En momentos de luz y en momentos de oscuridad. En días de Tabor, cuando lo vemos todo claro y en días de Calvario, cuando el cielo parece oscurecerse. Es el sí primero, el de la fidelidad a nuestra vocación. Ese sí a veces trémulo y vacilante, ese sí que se hace roca al descansar en Dios. Sabemos que sólo cuando vivimos cerca de Dios, de la fuente de vida, tenemos una luz diferente”[3].
Un amor así es un amor que sueña con ser eterno, que lleva la semilla del cielo en su interior. Así nos ama Dios. Y así quiere que aprendamos a amarnos.
¡Qué difícil resulta hoy creer en un amor eterno! En un amor que dure por encima de las dificultades, de las contrariedades de la vida. Estar dispuesto a cambiar, a sufrir, a renunciar por amor. No es tan sencillo el amor humano. Amar sin egoísmos, sin ponernos en el centro, sin buscar ser los primeros.
Amar de forma incondicional a alguien y para toda la vida requiere renovar ese sí cada mañana. El sí ante el altar bendecido por Dios. El sí a esa fidelidad de Dios con nosotros. El sí sincero y cotidiano.
El otro día leía: “Me enamoré de él, pero no me quedo con él por inercia, como si no hubiera nada más a mi disposición. Me quedo con él porque así lo decido todos los días al despertarme, todos los días que nos peleamos, nos mentimos o nos decepcionamos. Lo elijo a él una y otra vez, y él me elige a mí”[4].
El amor cotidiano en el matrimonio se conjuga en presente, no ya en futuro. Podemos hacer muchas promesas, pero el amor se concreta en hechos, no en bonitas palabras.
El verdadero amante es aquel que no deja nunca de amar. ¿Es eso posible? Miramos el ideal desde nuestra torpeza y debilidad. ¡Qué difícil amar de verdad y para siempre! Es como si viéramos que el amor se debilita con el paso del tiempo…
El amor de esposos, si no se cuida cada día, se enfría y languidece. El amor que quiere ser eterno se difumina en el alma. ¿En qué quedaron las promesas de eternidad? Jesús quiere que los esposos sean una sola carne. El ideal se presenta como una meta casi imposible. Para Dios nada hay imposible.
Como rezaba una persona: “Creo, Jesús, que este amor humano que se desvanece entre mis dedos, es el reflejo pálido de ese amor inmenso que Tú me tienes. Por eso confío en ti, Señor”.
Creemos en Jesús que puede cambiar nuestra vida, nuestro amor. Puede hacernos subir a las cumbres más altas por encima de nuestros límites.
Decía José Kentenich: “Que nuestra alianza de amor sellada como esposos sea expresión de la Alianza de Amor con Dios y con María. Que en la práctica nuestro amor mutuo de esposos sea expresión del amor a Dios y a María”[5].
El amor humano como puente al amor a Dios. El amor a Dios como seguro y pilar de nuestro amor humano. Ambos amores están íntimamente unidos. La fidelidad es la gracia que pedimos cada día anclados en Dios.
El matrimonio que vive su vida en oración, de la mano de Dios, camina seguro. Porque nacemos al amor para vivir para siempre. El sentido de nuestra vida es aprender a amar.
Así lo dice José Kentenich: “El sentido fundamental de nuestra vida es aprender a amar correctamente, con abnegación, con constancia, con fidelidad ¡Cuántas oportunidades tenemos en el matrimonio y la familia para ser héroes del verdadero amor cristiano!”[6].
Es la meta de nuestra vida, aprender a amar como Jesús nos ama. Con ese amor que supera nuestro egoísmo y nuestro amor propio a veces enfermizo.
[1] Simone Troisi y Cristiana Paccini, Nacemos para no morir nunca, 23
[2] J. Kentenich, Los lunes por la tarde
[3] Carlos Padilla, ¿Me amas? Una mirada sobre la castidad matrimonial
[4] Verónica Roth, Leal (Trilogía)
[5] J. Kentenich, Los lunes por la tarde
[6] J. Kentenich, Los lunes por la tarde