La Biblia, y el mismo Jesucristo, dan mucha importancia a los amigosJesús buscó y facilitó la amistad a todos aquellos que encontró por los caminos de Palestina. Aprovechaba siempre el diálogo para llegar al fondo de las almas y llenarlas de amor. Y además de su infinito amor por todos los hombres, manifestó su amistad con personas bien determinadas: los Apóstoles, José de Arimatea, Nicodemo, Lázaro y su familia… Al mismo Judas no le negó el honroso título de amigo en el mismo momento en que éste le entregaba en manos de sus enemigos. Estimaba mucho la amistad de sus amigos; a Pedro le preguntará después de las negaciones: ¿me amas?, ¿eres mi amigo?, ¿puedo confiar en ti? Y le entrega su Iglesia: Apacienta mis corderos… apacienta mis ovejas.
El trato diario y la amistad con Jesucristo deben llevar a una actitud abierta, comprensiva, que aumenta la capacidad de tener amigos. La oración afina el alma y la hace especialmente apta para comprender a los demás, aumenta la generosidad, el optimismo, la cordialidad en la convivencia, la gratitud…. virtudes que facilitan al cristiano el camino de la amistad.
La amistad verdadera es desinteresada, pues más consiste en dar que en recibir; no busca el provecho propio, sino el del amigo: “El amigo verdadero no puede tener, para su amigo, dos caras: la amistad, si ha de ser leal y sincera, exige renuncias, rectitud, intercambio de favores, de servicios nobles y lícitos. El amigo es fuerte y sincero en la medida en que, de acuerdo con la prudencia sobrenatural, piensa generosamente en los demás, con personal sacrificio. Del amigo se espera la correspondencia al clima de confianza, que se establece con la verdadera amistad; se espera el reconocimiento de lo que somos y, cuando sea necesaria, también la defensa clara y sin paliativos” (S. Josemaría Escrivá).
Para que haya verdadera amistad es necesario que exista correspondencia, es preciso que el afecto y la benevolencia sean mutuos. Si es verdadera, la amistad tiende siempre a hacerse más fuerte: no se deja corromper por la envidia, no se enfría por las sospechas, crece en la dificultad, “hasta sentir al amigo como otro yo, por lo que dice San Agustín: Bien dijo de su amigo el que le llamó la mitad de su alma”. Entonces se comparten con naturalidad las alegrías y las penas.
La amistad es un bien humano y, a su vez, ocasión para desarrollar muchas virtudes humanas, porque crea “una armonía de sentimientos y gustos que prescinde del amor de los sentidos, pero, en cambio, desarrolla hasta grados muy elevados, e incluso hasta el heroísmo, la dedicación del amigo al amigo. Creemos -enseñaba Pablo VI- que los encuentros (…) dan ocasión a almas nobles y virtuosas para gozar de esta relación humana y cristiana que se llama amistad. Lo cual supone y desarrolla la generosidad, el desinterés, la simpatía, la solidaridad y, especialmente, la posibilidad de mutuos sacrificios”.
El buen amigo no abandona en las dificultades, no traiciona; nunca habla mal del amigo, ni permite que, ausente, sea criticado, porque sale en su defensa. Amistad es sinceridad, confianza, compartir penas y alegrías, animar, consolar, ayudar con el ejemplo.
Es propio de la amistad dar al amigo lo mejor que se posee. El más alto valor para un cristiano, sin comparación posible, es el haber encontrado a Cristo. No habría verdadera amistad si no comunicara el inmenso don de la fe cristiana. Los amigos deben encontrar en los cristianos que quieren seguir de cerca a Jesús, apoyo y fortaleza y un sentido sobrenatural para su vida. La seguridad de encontrar comprensión, interés, atención les moverá a abrir su corazón confiadamente, con la seguridad de que se les quiere, de que se está dispuesto a ayudarles. Y esto, mientras realizan las tareas normales de todos los días, procurando ser ejemplares en la profesión o en el estudio, fomentando siempre la amistad, estando abiertos al trato y al afecto con todos, impulsados por la caridad.
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