Nuestra sociedad oculta la muerte, y precisamente lo hace para evitarnos la molestia de preguntar y pensar sobre si todo se termina aquíNuestra sociedad, su cultura, actúa bajo el olvido de un reto y una promesa inconmensurable, la de la vida eterna. De este omisión participa en parte la propia Iglesia, más atenta hacia lo de aquí que a lo de “allí”, y al no establecer la articulación necesaria entre ambas realidades, sin las que el cielo puede acabar en refugio de espiritualismos desencarnados y la tierra huérfana de la Buena Nueva.
De la misma manera que la Biblia cobra su pleno sentido leída, no desde el Génesis, sino desde su final en Jesucristo, también la vida humana adquiere sentido si es contemplada desde la eternidad anunciada.
Pero una parte nada desdeñable del catolicismo -ciertamente no el Papa- parece acomplejada por el Cielo, quizás por el temor de que recuerda al juicio personal y al Infierno, que solo inspiran rechazo en la sociedad desvinculada. Una sociedad marcada por el imperativo del hedonismo individualista y narciso, de la satisfacción sin límites de las pulsiones del deseo, que no admite ningún esfuerzo ni sacrificio y donde todo debe resolverse aquí y ahora.
Pero todos hemos de entender que sin vida eterna no existe Jesucristo, ni por consiguiente Iglesia; no existe ni cristianismo ni cualquier otra confesión, y quienes se confiesan católicos, tanto si son de los que nunca, o casi, ponen el pie en la iglesia, o quienes asisten fielmente a la misa dominical, han de plantearse como un juicio permanente el hecho de la vida después de la muerte, y del cómo esperan llegar a ella.
Ese es un paso imprescindible en la conciencia cristiana, en la pastoral, la evangelización y la misión, de ahí que si se prescinde de ella se introduce arena de playa en los cimientos. Porque si somos Pueblo de Dios, que vive en la Comunión de los Santos, en el peregrinaje por esta vida, si somos esto, hemos de afrontar cómo concluye, cómo podemos hacer tal vía de la mejor manera posible.
Porque la idea de peregrinación nos señala la provisionalidad de nuestra vida “aquí”, como nos lo indica la vida que nos rodea a poco que reparemos en ella. Claro está que nuestra sociedad oculta la muerte, y precisamente lo hace para evitarnos la molestia de preguntar y pensar sobre si todo se termina aquí, si somos tan poca cosa a pesar de que nuestro corazón y nuestra mente sientan y piensen en un anhelo de infinito.
También los indiferentes, y quienes no creen, han de otorgar más atención a la vida después de la muerte. No pueden conformarse con la negación dogmática sino que deben abrir sus sentidos e inteligencia a esta posibilidad. En este caso, no como un hecho, pero sí como una hipótesis plausible.
Porque es una afirmación que acompaña a la humanidad desde su mismo origen, aunque formulada de maneras distintas, algunas más claras, otras más difusas. Incluso el budismo, esta creencia donde no está clara la figura de Dios, asigna un después, sea de castigo, la reencarnación o de dilución en la esencia eterna, el Nirvana, donde cesa todo deseo y sufrimiento.
Lo que la humanidad, de siempre y ahora, de una manera abrumadoramente mayoritaria cree, no puede despacharse de cualquier manera, atribuyendo a piñón fijo esta forma de pensar al miedo a la muerte, simplemente porque no es cierto. No nos engañemos, bien planteado, desde el materialismo más radical el fin de la vida aquí es una comodidad.
Solo necesitas preocuparte de ti porque eso es lo único que tienes, ¿para qué más cargas? Y eso es tentador, pero es que solo funciona por un corto espacio de tiempo, el de un soplo de vida, la que dura lo de ahora.
No hay demostración posible pero si plausibilidad. La literatura médica está llena de experiencias del inicio de la otra vida, de la coincidencia de lo que se describe. Como casi siempre la contra teoría no demuestra nada, suplente intenta rebatir lo experimentado -no lo teorizado, sino lo experimentado- con teorías sobre alucinaciones que serían comunes a todos los que mueren. Como en el caso de Dios, nos quedamos sin demostraciones absolutas, que serían incompatibles con lo que Jesús reclama de sus seguidores, la fe; pero sí existe abundancia de hechos que conducen a que nadie puede descartarlo simplemente en nombre de una fe opuesta, la del materialismo, mucho más pequeño como comprensión del mundo y faltado de hechos. La premisa mayor es la otra vida porque esta es la premisa de la humanidad; no se trata tanto de demostrarla y de razonarla como de pedir su demostración a quienes la niegan.
Mientras todo eso no llega, si es que algún día ocurre, es mejor para el designio humano vivir como si tal vida fuera evidente. Y para quienes sí participan de esta evidencia, harían bien en abonar sus complejos clericales y anunciarla como la Buena Nueva que es: ¡Dios te ama y te ha destinado a la vida eterna!
Artículo originalmente publicado por Forum Libertas