El Padre no permanece lejano a ningún mal humano, sino que se conmueve interiormente, fruto del amor que nos tienePara quienes creemos en Jesús, esa posibilidad de vincularnos con amor a quienes están lejos nos la da la posibilidad de encontrarnos profundamente con el amor de Dios en nuestro corazón. Nadie puede ver lejos sino está atravesado por una experiencia de amor del Dios de la misericordia. “Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo” (Ef 2, 4-5).
Es en el ejercicio de esta sobreabundante misericordia por la que busca incansablemente y de todos los modos posibles como llegar con el Padre al corazón es el que quiere que se multiplique al ser abrazados por su paternidad. Nuestro camino para el encuentro con esta esencia de la misericordia de Dios es Jesús, y es a partir de ese encuentro en el que Jesús sale a nuestro encuentro, con el que podemos vivir esta experiencia de amor a Dios que nos vivifica y nos aumenta la capacidad de amor. El amor de Dios pone de pie, acaricia, cura las heridas y te dice “vamos adelante”. Porque es adelante donde se juega la vida, y para ello Dios nos quiere prestar su mirada que va más lejos.
Hace falta mucha luz para llegar con la mirada lejos, la trae la misericordia de Dios cuando con el fuego de su amor nos habita y permite extender nuestra mirada hacia los que no cuentan.
El Padre está cerca
La posibilidad de que nuestras calles cambien vienen de que podamos descubrir este amor de Dios en nosotros que viene a reemplazarlo todo. El Padre no permanece lejano a ningún mal humano, sino que se conmueve interiormente, fruto del amor que nos tiene. Esto le lleva a obrar con misericordia siempre respetando nuestro radio de acción en libertad. Una y otra vez, ya desde la caída inicial, se inclino una y otra vez, hasta llegar a hacerse cruz.
El Padre más allá de lo que experimentemos subjetivamente no permanece ni lejano ni indiferente ante el drama humano, sino que se conmueve ante toda necesidad de misericordia. Esta conmoción interior que es fruto del amor que nos tiene le lleva a actuar inmediatamente respetando siempre, claro está, el radio de acción de nuestra libertad, don de Dios mismo.
Es así que Él una y otra vez, ya desde la caída inicial, se inclinó hacia su criatura humana, llegando a ser “la cruz (de su Hijo) la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre y todo lo que el hombre de modo especial en los momentos difíciles y dolorosos llama su infeliz destino. La cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre” (Dives in misericordia, 51).
La Paterna acción misericordiosa de Dios que en la cruz nos devuelve la dignidad de ser sus hijos. Ante el pecado de los hombres, ante nuestros pecados, el Padre no se ha guardado para sí su inagotable riqueza de amor, sino que la derrama sobre nosotros y nos la comunica en abundancia gracias a su Hijo.
En Él piedra angular de su proyecto reconciliador y salvífico el Padre nos ha revelado plenamente su amor, que “es siempre más grande que todo lo creado, el amor que es él mismo, porque Dios es amor. Y sobre todo el amor es más grande que el pecado, que la debilidad, que la vanidad de la creación, más fuerte que la muerte; es amor siempre dispuesto a aliviar y a perdonar, siempre dispuesto a ir al encuentro con el hijo prodigo” (Redemptor hominis, 25).
Ante tanta misericordia mostrada por el Padre, que no se reservó a su propio Hijo sino que “le entregó por todos nosotros” (Rom 8, 32), podemos preguntarnos: ¿Qué más pudo haber hecho el Padre por nosotros? ¿Qué más? ¿Y qué haré yo para corresponder a tanta bondad y a tanto amor?
El tiempo es propicio para emprender con renovado ardor nuestra peregrinación hacia la casa del Padre, quien con los brazos abiertos nos espera para colmar nuestros anhelos más profundos de amor y plenitud.
Padre Javier Soteras. Artículo originalmente publicado por Radio Maria