Muchas peleas en casa tienen un origen mucho más profundo: malestar espiritualLos disfraces y la deliciosa comida junto a viejos y nuevos amigos fueron la fórmula perfecta de la encantadora fiesta del Día de Todos los Santos que mis hijos y yo disfrutamos a principios de este mes. Pero al volver a casa y ver a mi marido —que no había venido con nosotros— trabajando aún en sus proyectos, sentí un poco de rencor.
Debió haber estado con nosotros.
El resto de padres y maridos estaban allí, dando prueba ante sus hijos de la importancia de las festividades católicas, celebrando todos juntos, como una familia. Bien era cierto que mi marido y yo habíamos hablado previamente de los motivos por los que necesitaba quedarse terminando sus proyectos mientras yo me iba con los niños, y yo me había mostrado de acuerdo con esos motivos. Pero al ver a las otras familias católicas reunidas para el festejo, de alguna manera me hizo sentir engañada y resentida.
No podía disfrutar de la bondad que veía en esas otras familias sin sentir la necesidad de culpar a alguien porque nuestra vida no se parecía a las de ellos. Entonces empecé a increpar a mi marido con palabras destinadas a hacerle sentir culpable.
Por fortuna, yo ya había pasado antes por este ciclo — el de sentirme profundamente insatisfecha con mi vida por no ser como yo imagino que debería ser —, lo conocía lo suficientemente bien como para identificar qué es lo que me hace explotar.
¿Qué es lo que incita esta violencia en mi corazón? ¿Qué es lo que me lleva a descargar mi descontento contra las personas que amo? Sucede cuando discrepo de la realidad que Dios ha diseñado para mí, cuando imagino que, de alguna forma, la familia a la que Él me destinó y el particular camino redentor que cada uno de nosotros recorre, es todo un tremendo e irritante error. La violencia me inunda —mis palabras y mis obras— cuando pongo en duda la soberanía de Dios sobre mi vida y cuando empiezo a rediseñar lo que me rodea de acuerdo a mis preferencias.
Últimamente he estado pensando en la Encarnación, en especial a medida que se acerca el Adviento, en cómo la Palabra se hace carne a través de las Escrituras y en la Eucaristía, y en cómo, a un nivel más modesto pero también muy profundo, las palabras que pronuncio y las palabras que recibo de los demás tienen un impacto físico en mi vida. Las palabras que dirigí a mi marido aquella noche crearon una división palpable en nuestra relación y entre nuestros hijos.
Al seguir mis malas tendencias conseguí, dentro del microcosmos que es nuestra propia familia, lo opuesto a aquello que quería realmente: que el Reino de Cristo colme las vidas de las personas que amo, que nuestra familia encarne su Palabra y sea su Iglesia. Y por supuesto, también me di de bruces con la ironía de mis deseos enfrentados; por un lado anhelo la paz en la tierra y por otro creo división en mi propio hogar.
Si pudiera recibir todo lo que me sucede, cada palabra severa, cada decepción, cada lucha, cada inconveniente, como alimento celestial de Dios para mí, tal vez entonces no se convertiría todo en cenizas en mi boca. Si entrego mi voluntad a Dios tal y como hizo María, permitiendo que se “haga en mí según tu palabra”, ¿no vendría el Reino de la Paz mucho antes y más a menudo a morar entre nosotros?