En la vida a veces nos alejamos de su querer, pero Dios no se aleja de nosotrosA veces pensamos que pecamos cuando desobedecemos a Dios y no seguimos sus planes. Pero no siempre es verdad. María podía haber dicho que no a la voluntad de Dios. No fue forzada al sí. Era libre, plenamente libre.
En la vida muchas veces le decimos a Dios que no a sus planes y no por ello estamos pecando. Nos alejamos de su querer, pero Dios no se aleja de nosotros. No pecamos al no hacer su voluntad. Elegimos otro camino que no es pecaminoso. Simplemente no hacemos lo que Él quiere.
Nos casamos con una persona que Él no había soñado, pero nos acompaña en ese nuevo camino. Decidimos no irnos a trabajar al lugar que Él quería para nosotros, pero se queda en la decisión tomada a nuestro lado.
No se desentiende de nuestras decisiones. Es fiel a su amor aunque nosotros no siempre lo seamos.
En la vida hace falta mucha fe, mucha claridad en el alma, para saber bien lo que Dios nos pide y elegirlo. Mucha fe también para seguir adelante cuando sentimos que nos hemos confundido, que no hemos hecho lo que Dios nos pedía.
Es la fe que le pedimos hoy a María. Ella empezó ese camino el día en que le dijo a Dios que sí y obedeció. Abrió su alma, y el Verbo se hizo carne en su seno. Y fue colmada de gracias para siempre. Como dice el Padre José Kentenich: “Fue colmada de gracia como ninguna otra creatura, como ningún ángel”[1].
Llena de gracia, libre de pecado. Llena de luz, de Dios, libre de sombras. Me impresiona esa verdad tan profunda. María, sagrario de Dios, templo del Espíritu, custodia viva, morada del Dios Trino. ¿Cómo podía no saber lo que Dios le pedía cuando estaba tan llena de Dios?
Cuando uno está lleno de Dios es más fácil saber su querer. Cuando uno vive volcado en el mundo, cerradas las puertas del corazón, es mucho más difícil. Pero Dios nunca fuerza a seguir sus pasos, no obliga, ni presiona. Respeta, aguarda paciente.
Dios nos deja libres para amarlo cuando Él nos ama, para seguirle cuando Él nos abraza. Esa verdad me conmueve. Un amor infinito que respeta que mi amor finito lo ame torpemente o lo ignore en mi apego al mundo. Sabe que mi respuesta puede ser un sí o un no, y Él espera. Es la paciencia de Dios. Ese respeto infinito me parece un milagro. Le doy gracias a Dios.
[1] J. Kentenich, Kentenich Reader II