Ciertamente, Herodes estaba interesado en el niño del que hablaban los Magos, pero no con el fin de adorarlo, como quiere dar a entender mintiendo, sino para eliminarlo.
Herodes es un hombre de poder, que en el otro sólo ve un rival contra el cual luchar.
En el fondo, si reflexionamos bien, también Dios le parece un rival, más aún, un rival especialmente peligroso, que querría privar a los hombres de su espacio vital, de su autonomía, de su poder; un rival que señala el camino que hay que recorrer en la vida y así impide hacer todo lo que se quiere.
Herodes escucha de sus expertos en las Sagradas Escrituras las palabras del profeta Miqueas (5, 1), pero sólo piensa en el trono.
Entonces Dios mismo debe ser ofuscado y las personas deben limitarse a ser simples peones para mover en el gran tablero de ajedrez del poder.
Herodes es un personaje que no nos cae simpático y que instintivamente juzgamos de modo negativo por su brutalidad. Pero deberíamos preguntarnos: ¿Hay algo de Herodes también en nosotros?
¿También nosotros, a veces, vemos a Dios como una especie de rival?
¿También nosotros somos ciegos ante sus signos, sordos a sus palabras, porque pensamos que pone límites a nuestra vida y no nos permite disponer de nuestra existencia como nos plazca?
Queridos hermanos y hermanas, cuando vemos a Dios de este modo acabamos por sentirnos insatisfechos y descontentos, porque no nos dejamos guiar por Aquel que está en el fundamento de todas las cosas.
Debemos alejar de nuestra mente y de nuestro corazón la idea de la rivalidad, la idea de que dar espacio a Dios es un límite para nosotros mismos; debemos abrirnos a la certeza de que Dios es el amor omnipotente que no quita nada, no amenaza; más aún, es el único capaz de ofrecernos la posibilidad de vivir en plenitud, de experimentar la verdadera alegría.”
Benedicto XVI, 6 de enero de 2011, Solemnidad de la Epifanía del Señor
Artículo originalmente publicado por L'Osservatore Romano