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¿Dónde ir y qué hacer para encontrar a la divinidad?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 14/01/16
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Me olvido de que yo mismo estoy lleno de DiosNo comprendo tanto amor. Me desborda. En el himno de los filipenses san Pablo habla de este misterio que me hace amar más a Dios: Él, siendo Dios, se despojó de su rango, tomando la condición de esclavo. Y así, actuando como un hombre cualquiera…”. Desde luego, sólo Dios puede ser así.

Nosotros buscamos ser los mejores, señalarnos, destacarnos, queremos que nos valoren. Me gustaría ser sencillamente un hombre. Compartir con el resto de los hombres la vocación humana de peregrino. Somos todos tan parecidos en el fondo

Jesús no es como yo. El que no tenía pecado se puso en la fila de los pecadores en el Jordán. No sabemos lo que habría en su corazón en esa espera llena de anhelo. No sabemos las luces y sombras que habría en su alma. Sólo sabemos que se puso de pie detrás de otros hombres, detrás de hombres pecadores. Esperó su turno.

Miró a Juan. Escuchó sus palabras apasionadas. No vino Él a predicar, a manifestarse ante los hombres. Simplemente se arrodilló ante el más grande nacido de mujer. Y se dejó hacer. Jesús aprendió a caminar dejándose hacer.

Fue bautizado: En un bautismo general, Jesús también se bautizó”. En un bautismo general. Junto a muchos. Nada especial por ser el hijo de Dios entre los hombres. Y allí, arrodillado, postrado, tocó el amor de su Padre. Ese amor inmenso, ese amor que se abajaba para cubrir su cuerpo, su alma, su vida para siempre.

Jesús ese día descubrió que Dios lo amaba con locura. Descubrió quién era en lo más profundo. Desentrañó parte del misterio de su vida. Treinta años esperando este momento. ¡Qué impacientes somos a veces!

Hoy miramos a Jesús manso, a Jesús dócil al Padre, a Jesús humilde, humillado como otro pecador cualquiera. Uno más dentro de una fila. Uno más en un bautismo general. Un bautismo para cambiar de vida. Y era verdad, Jesús iba a cambiar de vida.

Iba a dejar de ser un carpintero en Nazaret y se iba a convertir en un peregrino libre entre los hombres. Iba a cambiar sus hábitos, junto a María, junto a su padre José. Iba a vivir ahora sin un lugar sobre el que reclinar la cabeza.

Iba a convertirse en profeta, en sanador, en anunciador del reino de Dios que viene a cambiarlo todo: “El pueblo no tiene ya que salir al desierto a prepararse para el juicio inminente de Dios. Es Jesús mismo el que recorre las aldeas invitando a todos a entrar en el reino de Dios que está ya irrumpiendo en sus vidas”[1].

Jesús descubre aquí dónde comienza su camino. Da el primer paso al que seguirán muchos otros. Mira las estrellas y busca lo que Dios quiere para su vida. Me conmueve mirar hoy a Jesús arrodillado, postrado, humillado.

Me conmueve porque yo le sigo a Él y me cuesta tanto postrarme, ser uno más, arrodillarme, pasar desapercibido en medio de una masa de hombres.

No sé si yo puedo decir el día en que me encontré con Jesús. El lugar. La hora. Lo que me pasó. ¿Qué me hizo reconocerlo?

Jesús siempre toma la iniciativa y se acerca a mi vida. Nos “primerea” en el amor, como dice el Papa Francisco. No tengo que salirme de mi vida para llegar hasta Él. Jesús, así lo hará durante toda su vida en la tierra, se acerca, llega a mí. Es su estilo.

Se acercará a unos hombres sencillos al borde del lago mientras pescan para llamarlos y cambiar su mar. Se acercará a la mesa de cambios de Mateo el publicano en Cafarnaúm para decirle que lo siga. Se acercará a la adúltera mientras la apedrean.

Irá a Samaria. Llegará hasta Jericó y tocará al ciego, y se invitará a casa de Zaqueo. Llegará al pozo de Jacob y pedirá que le den de beber.

Jesús llega siempre a mi vida. A lo que hago. Allí donde yo estoy. Se interesa por mí. Se mete hasta el fondo de lo que estoy haciendo y viviendo. En ese instante Él entra y me llama. Y entonces me abre el horizonte para vivir con más hondura.

Ese estilo de Jesús de vivir me gustaría que fuera el mío, que conformara mi vida entera. Llegar hasta la vida de los otros donde ellos la viven. Compartirla, dejar mi esquema e implicarme. Así me lo enseña Jesús.

Esa forma de Jesús de acercarse, de acoger la vida del otro, es lo que sana el corazón del hombre. Jesús se pone en mi lado, y no me juzga desde su vida. Todos sabemos que eso es lo único capaz de abrir y de curar las heridas. Jesús toca mi alma con respeto infinito.

Pienso que Dios tiene ese estilo delicado de llegar hasta mí, a mi misión, a aquello que me ocupa ahora mismo.

¡Cuántas veces tengo miedo de no encontrarlo, de no saber dónde buscarlo! Y Él siempre irrumpe. Debería confiar más. Ojalá siempre sepa reconocerlo en mi vida.

Me da miedo no verlo en los hombres que se acercan a mí. No descubrirlo en mi corazón herido. Me complico saliendo de mi vida buscándolo en lugares que me parecen más llenos de Dios. Y me olvido que yo mismo estoy lleno de Dios. Mi hondura, mi jardín interior. Mis raíces, mi tierra. En lo más profundo de mi alma vive Aquel a quien yo busco.

Jesús viene y me dice que me quiere con locura. Allí donde estoy llega Jesús. Lo deja todo y viene a mí. Quiere estar conmigo, aunque no me sienta digno.

Jesús viene a sacarme de mi ceguera, de mi cárcel, de mi prisión: “Para que abras los ojos de los ciegos. Saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan las tinieblas”. Jesús viene a liberarme. Le importo. Me busca. Me quiere. Parece imposible, pero es así.

Se pone a la cola en mi vida. Espera paciente el tiempo que haga falta hasta que yo me dé cuenta de su presencia. Espera mi tiempo.

Y allí, en lo más hondo de mi vida, en mi enfermedad, en mis palabras, en mis sueños. En aquello que ahora mismo me hace temblar y reír, llorar o temer. Allí llega Jesús, se pone a mi lado, en silencio, y comparte conmigo la vida.

Y entonces el cielo se abre. Y yo tiemblo. Todo sucede no fuera de mi vida. Sino en medio de mi vida. En mi río. Jesús llega hasta mí. Y mientras Jesús ora, el cielo se abre. Jesús ora conmigo, por mí, toma mi vida tal cual es, lo que me inquieta y alegra, lo que simplemente me aburre o me cansa, lo que me parece imposible.

Acoge mi momento. Y ora a mi lado. Entonces, se abre el cielo. Se rompe el muro. Y Dios me muestra donde está. Y dónde estoy yo en su corazón.

El Dios de mi historia, de mi vida. Jesús responde al anhelo de mi vida. Y me dice que me ama. Y mi vida cobra sentido. Porque eso es lo que yo necesito oír cada día para salir y liberar a otros. Para ser yo sanado y sanador. Liberado y liberador. Para sacar de su ceguera a los que no ven. Para dar la vida a los que están muertos.

Decía el Padre Kentenich: “Los santos se han hecho santos desde el momento en que comenzaron a amar. Y han comenzado a amar cuando se creyeron, se supieron y se sintieron amados”[2]. Así empieza el camino de la santidad. Cuando me sé amado por Dios. Cuando descubro que soy el hijo querido y esperado de Dios. Cuando entiendo que me quiere con locura, como soy, como estoy.

Así comenzó Jesús su vida pública, sabiéndose amado profundamente. Desde entonces comenzó a curar, a pasar haciendo el bien, consolando: “Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él”.

Sólo el amor profundo saca lo mejor de mí, lo que soy de verdad. Sólo ese amor me convierte en amante, en sanador herido, en liberador de hombres. Sólo ese amor me saca de mí mismo y me pone en camino.

[1] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[2] J. Kentenich, Dios, mi Padre, reflexiones sobre le mundo de la infancia espiritual

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