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Nuestras iglesias pueden salvarse todavía

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Philippe de la Mettrie - publicado el 06/03/16
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Tú puedes volver a abrir tu iglesia y devolverla a la vida. Sólo iluminándolas con la oración podríamos decir a nuestros políticos: “No toquen mi iglesia”Somos testigos de la triste desaparición de los lugares de culto, las parcelas de nuestra herencia religiosa y cultural: una iglesia en desuso por aquí; otra transformada en un museo por acá; una abandonada a las inclemencias climáticas o destruida con la pala de un buldócer más allá… incluso, hace poco, son objeto de tentativas evidentes de apropiación por parte de creyentes no cristianos.

¿Acaso no somos los católicos, especialmente los que viven en el medio rural y en ciudades pequeñas, responsables de la desaparición de las iglesias de nuestros pueblos?

No condenemos tan rápidamente a los políticos que se niegan a mantenerlas, cuando se abren solamente una vez al año y permanecen el resto del año como tumbas polvorientas de una fe popular muerta.

“Los católicos rezan en su iglesia”

Sueño con que estas iglesias recuperen su vocación de “Casa de oración” (“Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones”).

Y estos lugares recuperan su vocación a través de la audacia y el coraje de unos pocos, convencidos de que la oración en común es uno de los pilares para la solicitud de intercesión o la alabanza, junto con la oración personal.

¿No es posible ir a ver filtrarse la luz, durante unos minutos una vez por semana, a través de sus vidrieras, y hacer escuchar a cualquiera que pase entre sus muros las entonaciones o las palabras de un Ave María?

Además, ¿no podría el repicar de las campanas llevar el mensaje a su alrededor de que “los católicos rezan en su iglesia”?

En cualquier pueblo de 200 habitantes, sería necesario con que una mañana o una tarde hubiera 20 personas orando en la iglesia, con eso ya haríamos escuchar nuestras oraciones.

Con que hubiera 10, sería suficiente para dar testimonio de nuestra fe. Con que hubiera 5, seguiría siendo suficiente.

Si sólo hubiera dos, los más fieles de entre los fieles, sería suficiente para Dios, “porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.

Eso es suficiente para devolver la vida, ante los ojos del mundo, a esta casa de oración y para dar testimonio de que es un lugar privilegiado para el encuentro y el diálogo con Dios.

Ni siquiera hace falta un clérigo para reabrir nuestras iglesias; los no ordenados pueden entrar con pleno derecho. Nadie nos persigue.

Somos nosotros mismos, los católicos, los que las abandonamos, por nuestra indiferencia, por nuestra falta de coraje, por el miedo a mostrarnos y por la coartada, quizás justificada, que ofrecen las obligaciones de la vida cotidiana.

“No toquen mi iglesia, no podemos vivir sin ella”

Sí, sueño que veo nuestras iglesias rurales convertidas en las múltiples capillas dispersas de un monasterio inmenso, sin clausura, donde hombres y mujeres de todas las condiciones acudan a rezar algunos minutos al día o a la semana.

Esta muestra de fe, de modesta cantidad, es el auténtico aliento de vida, la levadura que fermenta la masa, que probará ser sin duda alguna un testimonio más fecundo que la gran misa anual dedicada al santo de la región.

Así que si nuestras iglesias estuvieran frecuentemente “habitadas”, diría más: “iluminadas”, con la oración, sólo entonces podríamos decir a nuestros cargos electos: “No toquen mi iglesia, no podemos vivir sin ella, ya que éste es el lugar que alza nuestra oración común hacia Aquel que vino para salvación de todos los pueblos”.

En cuanto al dinero necesario para su mantenimiento, me atrevo a decir que se nos dará por añadidura.

No digo que fuera a caer del cielo, sino que se impondrá la necesidad de una participación financiera de los católicos de nuestro país para la conservación de los lugares de culto.

Los métodos de recaudación asociativos, desarrollados en todas partes con éxito, demuestran que los cristianos sabrán reservar una parte de sus bienes materiales para la salvaguarda de nuestro patrimonio religioso.

Así que os animo, católicos devotos del medio rural y de las ciudades pequeñas, a que os atreváis a abrir vuestras iglesias para rezar en ellas, atreveos a ser visibles “oradores del campo”.

Vuestro testimonio conmoverá los corazones y vuestra presencia frecuente en actitud oratoria en estos santos lugares será la primera causa de la salvación de nuestras iglesias.

Una iglesia en la que se reza es una luz que brilla entre las tinieblas del mundo, no la apaguemos.

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