En esta nueva tanda de capítulos, se ha querido enfrentar a Matt Murdock a las consecuencias de su propia figura superheroicaLo que Frank Miller entendió mejor que nadie respecto a Daredevil –incluso mejor que Roger McKenzie, el guionista que le precedió en la colección regular de Marvel Comics, y que es quien le dio el giro oscuro, a pie de calle, que él remató definitivamente– es que, para superar su naturaleza de imitación colorista de Batman, necesitaba una buena inyección de gravedad, de dramatismo.
Fue él quien le dio a Matt Murdock su personalidad definitiva, convirtiéndole en un ser torturado, moralmente dividido, de tendencias violentas y comportamiento casi masoquista. Un héroe siempre al límite, asomado –sin perder, eso sí, el equilibrio– al abismo de la villanía. Algo que el creador de Daredevil para Netflix, Drew Goddard –así como su sustituto como showrunner de la primera temporada, Steven S. DeKnight–, supo entender y reflejar a la perfección, de la misma manera que también captó la necesidad de enfrentarlo a una némesis, en este caso Wilson Fisk (Vincent D’Onofrio), que le devolviera una imagen prácticamente especular de sus demonios interiores.
De ahí que los showrunners de la temporada que acaba de estrenar Netflix, Doug Petrie y Marco Ramirez, hayan optado por darle un giro al concepto de la serie, poniendo a Murdock/Daredevil (Charlie Cox) frente a las consecuencias de su propia figura superheroica. Porque el Frank Castle que interpreta Jon Bernthal es también una relectura extrema, radical, de su propia e incontrolable sed de justicia, sólo que sin un código ético ni un cuestionamiento moral desde sus creencias religiosas que refrenen sus impulsos primarios más puros.
Unas tendencias naturales que, al menos sobre el papel, deberían proyectarse sobre el segundo gran (co)protagonista de la temporada, Elektra (Élodie Yung), concebida por Petrie y Ramirez como el Yang del Ying que supone, al menos de momento, Karen Page (Deborah Ann Woll): es decir, el lado más agresivo y más inconsciente del héroe respecto a su cara altruista, sacrificada.
Si esta tanda de capítulos resulta todavía más desequilibrada que la anterior –que no carecía precisamente de problemas de ritmo interno– es, precisamente, por el radical contraste que provoca que esa división estructural entre las tramas de Castle y Elektra provoca una profunda descompensación de interés.
No sólo porque, a diferencia de la muy mediocre Yung, Bernthal sea un auténtico animal escénico, que absorbe (y transmite) energía de todas las escenas que participa. Sino también porque, a diferencia de la estatura mítica que saben darle al “Castigador”, los responsables de Daredevil no acaban de captar el trasfondo sádico, perverso, de la Elektra que creara Miller en los cómics originales: más allá de (tímidos) guiños a Tarantino, a los responsables de Daredevil parece darles miedo enfangarse con una violencia más incómoda, más provocadora, y prefieren jugar sobre seguro.
Y no será porque la temporada ahorre arranques violentos: más allá de toda la acción ninja que trae consigo Elektra, y los momentos gore que provocan los muy radicales métodos de Castle, el protagonista de la serie sigue inmiscuyéndose en elaboradas set pieces de acción inspiradas en el cine de artes marciales de Gareth Evans –atención, sin ir más lejos, a la pelea contra una banda de moteros a lo largo de un pasillo y unas escaleras, algo así como una ampliación/mejora del famoso enfrentamiento en plano secuencia de la primera temporada–, que salpican una ficción que, aun así, se apoya más en los diálogos y en el desarrollo de personajes que en la pura y dura violencia.