Una película bastante mala, de la que se puede sin embargo sacar una enseñanza interesanteEn un buen seminario sobre escritura de guiones cinematográficos no debería faltar un apartado para esas películas que nacen de una ingeniosa idea que, cuando se intenta desarrollar en un metraje concreto y dentro de un relato interesante, resulta un fiasco.
La lista incluiría a muchísimos largometrajes de los últimos años que han intentado innovar o presentar un toque original pero cuyo resultado final es caricaturesco y aburrido. Pongan ustedes las que deseen, pero como ejemplo y para que se sepa lo que quiero decir bastará con recordar El Elegido, Adaptation (El ladrón de orquídeas), La vida secreta de Walter Mitty o Siete Almas.
Siete Almas, de la que hoy quiero hablarles, es poco consistente, hasta el punto de que sólo se sostiene en pie con el aderezo de una historia de amor forzada e insensata de la que se hubiese prescindido de inmediato al encontrar el camino adecuado para construir una narración de calidad.
Sin embargo, merece la pena verla por sus contrastes y singularidades y también para reflexionar sobre la capacidad de seducción que tienen ciertas moralinas hueras y pobres pero que se presentan cargadas de aparataje emocional, haciéndonos bajar la cerviz como el toro ante el engaño.
Lo más sobresaliente es la actuación de Will Smith en el papel de un hombre a la vez atormentado y encantador que busca por el mundo a buenas personas para tratarlas de maravilla mientras desprecia y humilla a la gente que se cruza con él y que considera mero atrezzo de la ciudad.
Si al terminar de ver la película tenemos la sensación de que valió la pena es, sin lugar a dudas, por la riqueza de matices que logra aportar este gran actor que me atrevo a decir, con mala leche, que llevaría a su espalda un par de estatuillas de la academia si hubiera dirigido su carrera de otra manera (con menos comedias) y tuviese la tez más clara.
El protagonista, Ben Thomas (Will Smith), es un amargado que se cree con el derecho de clasificar a su antojo y según su criterio a las “buenas personas” de las “malas” y que justifica su ligereza por el sufrimiento que arrastra, como si el dolor fuese patente de corso. A mi juicio es un egoísta compulsivo presentado como el adalid de la generosidad porque, con el único propósito de justificarse, será capaz de darlo todo -descubrirán que este “todo” no es una metáfora- a determinadas personas (las “buenas”).
Pero hay mucho más detrás de este metraje y, si se ve con atención y detenimiento, proporcionará interesantes conversaciones pos-película a algún grupo de adultos a los que les guste pensar y razonar.
En primer lugar plantea si el cuerpo, el yo, está a disposición nuestra y con qué límites. ¿Podemos tratarnos a nosotros mismos como mero medios -como útiles, en lugar de como fines en sí- destruyéndonos sin tener en cuenta ni nuestra dignidad ni el sufrimiento que producimos a quienes nos quieren y, en general, a nuestro alrededor? ¿Estaría legitimado y deberían de aceptar los médicos, por ejemplo, que me pegara un tiro en la cabeza para donarle a mi hijo el corazón que necesita para sobrevivir?
En segundo lugar, supongamos que soy un millonario que deseo regalar mucho dinero a alguien que de verdad lo necesite y merezca y quiero elegir a la persona perfecta. Para lograrlo oculto mi identidad y entro en la vida de otros a través de una personalidad falsa, llenándolos de mentiras y estableciendo lazos sentimentales profundos que yo sé, antes de empezar, que traicionaré sustituyéndolos por dinero (en el caso del “agraciado”) o por nada.
¿Es justo? ¿no podrán sentir los “beneficiarios” que los he tratado indignamente? ¿Debo dar por supuesto que todo el mundo prefiere el dinero a los amigos y que cuando me vaya y deje en mi lugar los fajos de billetes se pondrán tan contentos? ¿No es ésta una manera de considerar que las personas tienen un precio y no un valor? Me atrevo a decir que más de uno me buscaría allí donde me escondiese para arrojarme a la cara mi “regalo”.
Cuando terminamos de ver este filme sentimos nervios en el estómago y la cabeza enredada, una sensación similar a la que nos quedó al final de Gran Torino o Million Dolar Baby, sólo que en estos casos el efecto es intención directa de su director, Clint Eastwood. El motivo es tan sencillo como que “nos están vendiendo la moto” o, dicho de otra manera, que están manipulando nuestros sentimientos para introducirnos en la mente una determinada concepción de la realidad sin que nos detengamos previamente a analizarla. Así es la manipulación, otro tema interesante para tratar en un buen seminario sobre guión cinematográfico pero en el que no debería caer una película que aspirara a ser contada entre las grandes.