Una tradición del siglo XIX, renovada durante la ocupación soviética, se convirtió en un símbolo de identidad nacional
La colina no pertenece a nadie. Nadie reclama la posesión del lote, ninguna municipalidad parece estar encargada de su mantenimiento, ni tampoco se atribuye la iniciativa a ningún grupo en particular. Y sin embargo, la colina de las cruces de Lituania, a doce kilómetros al norte de la ciudad de Siauliai, hoy un lugar de peregrinación, nació, creció, se mantuvo y resistió los embates de más de una invasión.
La tradición de sembrar la colina de cruces nació a mediados del siglo XIX, cuando los lituanos se rebelaron en contra de la ocupación rusa de su territorio: como consecuencia de la tercera partición de la comunidad Lituano-Polaca, en 1795, Lituania había pasado a ser parte del Imperio Ruso. Y continuas rebeliones lituanas y polacas en contra del poder imperial de Moscú terminaron con centenas de lituanos rebeldes muertos, cuyos cuerpos nunca pudieron recuperarse. Hay quienes señalan que la tradición es incluso anterior, y que data de la Edad Media.
Así, comenzaron a aparecer las cruces sobre la colina: una por cada desaparecido. Para entonces, las cruces ya eran cera de tres mil. Y si bien a inicios del siglo XX el número de cruces había disminuido, durante la ocupación soviética la colina tomó un nuevo significado: se convirtió en un lugar de resistencia religiosa y cultural en la que los lituanos católicos enfrentaban simbólicamente al obligatorio ateísmo de la Unión Soviética.
El gobierno de Moscú no dudó en demoler el sitio. Tres veces. Y las tres veces, los lituanos volvieron a plantar sus cruces. Para cuando el Muro de Berlín cayó, la colina estaba repleta de decenas de miles de crucifijos, imágenes, rosarios y exvotos.
En el año 2000, siete años después de la visita del entonces Papa San Juan Pablo II, un eremitorio franciscano fue construido cerca del sitio, para atender a los cientos de peregrinos católicos que hoy visitan el lugar.