Algunas claves para entender el final de la vidaVivimos normalmente un determinado número de años. Pero un buen día, descubrimos con pena que tenemos cáncer y ese cuerpo tan fiel, tan duradero, tan útil, se nos empieza a desmoronar irremediablemente. Y después de muchos o pocos cuidados, en un plazo más o menos corto, morimos.
O bien puede suceder que estando perfectamente sanos, caemos fulminados por un paro cardíaco o perecemos víctimas de un accidente fatal.
Al final, de una manera u otra, TODOS MORIREMOS.
La muerte es el trance definitivo de la vida. Ante ella cobra todo su realismo la debilidad e impotencia del hombre. Es un momento sin trampa. Cuando alguien ha muerto, queda el despojo de un difunto: un cadáver.
Esta situación provoca en los familiares y la comunidad cristiana un clima muy complejo. El cuerpo del muerto genera preguntas, cuestiones insoportables.
Nos enfrenta ante el sentido de la vida y de todo, causa un dolor agudo ante la separación y el aniquilamiento.
La muerte es trágica. El hombre, que es un ser viviente, se topa con la muerte, que es la contradicción de todo lo que un ser humano anhela: proyectos, futuro, esperanzas, ilusiones, perspectivas y magníficas realidades.
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¿Sabemos algo del mas allá?
Desde que el hombre es hombre, ha tenido la intuición de que la vida, de alguna manera, no termina con la muerte. Los más antiguos testimonios arqueológicos de la humanidad son precisamente las tumbas, en las cuales podemos descubrir la idea que las diferentes culturas tenían del más allá.
Del mismo modo, el hombre siempre ha intentado de mil maneras, entrar en contacto con los difuntos.
Diversas clases de espiritismo, apariciones, fantasmas, ánimas en pena, han sido un vano y supersticioso intento de trasponer los dinteles de la muerte y saber algo del más allá.
¡Cuántas teorías ha inventado el hombre! La realidad es que nuestros esfuerzos por investigar lo que sucede después de la muerte son por demás frustrantes.
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Una luz en las tinieblas
Sin embargo nuestro Creador, profundo conocedor de nuestra naturaleza humana, no podía habernos dejado en completas tinieblas acerca de un asunto tan inquietante e importante como es la muerte y lo que sucede en el más allá.
En su inmenso amor por la humanidad, nos envió a Su Hijo Unigénito, su Segunda Persona Divina, como Luz del Mundo.
En Jesucristo Nuestro Señor todas las tinieblas quedan disipadas. Su infinita sabiduría nos ilumina hasta donde Él quiso que viéramos: “Yo soy la Luz del Mundo. Quien me sigue no andará en tinieblas”.
Somos inmortales
Toda la Sagrada Escritura nos enseña, pero especialmente el Nuevo Testamento nos descubre el sentido de la vida y de la muerte y nos hace atisbar lo que Dios tiene preparado para nosotros en la eternidad.
Lo primero que debería asombrarnos es que Dios, el eterno por antonomasia, haya querido compartir nuestra naturaleza humana hasta el grado de sufrir Él también la muerte.
Jesucristo no vino a suprimir la muerte sino a morir por nosotros. “Se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil.2:8).
El misterio de la Cruz nos enseña hasta qué punto el pecado es enemigo de la humanidad ya que se ensañó hasta en la humanidad santísima del Verbo Encarnado.
En su vida pública, el Señor Jesús se refirió de muchas maneras al momento de la muerte y su tremenda importancia.
En aquella ocasión en que los Saduceos, que ni creían en la otra vida, le preguntaron maliciosamente de quién sería una mujer que había tenido siete maridos cuando ésta muriera, Jesús les contestó:
“En este mundo los hombres y las mujeres se casan, Pero los que sean juzgados dignos de entrar al otro mundo y de resucitar de entre los muertos, ya no se casarán. Sepan además que no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles. Y son hijos de Dios, pues El los ha resucitado” (Lc,20:34-36)
Cuando murió su amigo Lázaro, ante la profesión de fe de Marta, el Señor dijo: “Yo soy la Resurrección. El que cree en Mí, aunque muera vivirá. El que vive por la fe en M í, no morirá para siempre” (Jn. l1:25)
Hay que tener en cuenta que cuando Jesucristo habla de la vida, en ocasiones se refiere explícitamente a la vida del cuerpo, que promete será restituida con la resurrección de la carne:
“No se asombren de esto: llega la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán mi voz. Los que hicieron el bien, resucitarán para la vida; pero los que obraron el mal, resucitarán para la condenación” (Jn.5:29).
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En otras ocasiones, en cambio, se está refiriendo a la Vida de la Gracia o sea a la participación de su propia Vida Divina que nos comunica por amor.
Ejemplo de esto es el sublime discurso del “Pan de Vida “que San Juan nos transcribe en su capítulo sexto: “yo soy el Pan vivo bajado del Cielo; el que coma de este Pan, vivirá para siempre” (Jn.6:51).
Y más adelante, en el versículo 54 nos hace esta maravillosa promesa: “El que come mi carne y bebe mi sangre, vive de la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”.
Muerte y resurrección
Así, el cristiano sabe que la muerte no solamente no es el fin, sino que por el contrario es el principio de la verdadera vida, la vida eterna.
En cierta manera, desde que por los sacramentos gozamos de la vida divina en esta tierra, estamos viviendo ya la vida eterna.
Nuestro cuerpo tendrá que rendir su tributo a la madre tierra, de la cual salimos, por causa del pecado, pero la Vida Divina de la que ya gozamos, es por definición eterna como eterno es Dios.
Llevamos en nuestro cuerpo la sentencia de muerte debida al pecado, pero nuestra alma ya está en la eternidad y al final, hasta este cuerpo de pecado resucitará para la eternidad. San Pablo (Rom.8:11) lo expresa magníficamente:
“Mas ustedes no son de la carne, sino del Espíritu, pues el Espíritu de Dios habita en ustedes. El que no tuviera el Espíritu de Cristo, no sería de Cristo. En cambio, si Cristo está en ustedes, aunque el cuerpo vaya a la muerte a consecuencia del pecado, el espíritu vive por estar en Gracia de Dios. Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos está en ustedes, el que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también vida a sus cuerpos mortales; lo hará por medio de su Espíritu, que ya habita en ustedes”.
El cristiano iluminado por la fe, ve pues la muerte con ojos muy distintos de los del mundo. Si sabemos lo que nos espera una vez transpuesto el umbral de la muerte, puede ésta llegar a hacerse deseable.
El mismo San Pablo, enamorado del Señor, se queja “del cuerpo de pecado” pidiendo ser liberado ya de él. “Para mí la vida es Cristo y la muerte ganancia” (Fip.1:21) “Cuando se manifieste el que es nuestra vida, Cristo, ustedes también estarán en gloria y vendrán a la luz con Él” (Col.3,4).
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El cielo
Somos tan carnales, tan terrenales, que nos aferramos a esta vida. Después de todo, es lo único que conocemos, lo único que hemos experimentado.
No podernos negar que la vida puede ofrecernos cosas preciosas. No es fácil relativizar todo ello o restarle importancia. Nos hemos gastado en ello, invirtiendo todas nuestras fuerzas.
Y por ello, ni pensamos en la otra vida. Ni en el Cielo ni el Infierno. Ni el Cielo nos atrae, ni el Infierno nos asusta. Vivimos inmersos en el tiempo, como si fuéramos inmortales.
Hablar de Cielo o de Infierno hasta puede parecer ridículo. ¡Y sin embargo es, una cosa u otra, nuestro destino ineludible!
Todos los goces o todas las penas de esta vida temporal, no tienen tanta importancia, no son para tanto. San Pablo, que fue arrebatado en éxtasis para tener un atisbo de los que nos espera, no puede describir con palabras humanas su experiencia: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios tiene preparado para los que le aman” (1 Cor.2:9).
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El camino y la meta
Esta manera de pensar puede ser comparada con un viaje: por encantador que sea el paisaje del camino eso no es lo importante, sino el llegar al lugar de destino.
El peligro no radica tanto en ’fugarse” sino por el contrario en aferrarse en lo temporal, perdiendo de vista lo eterno. El auténtico seguidor de Jesucristo, al mismo tiempo que trabaja por hacer este mundo más habitable, no pierde de vista sin embargo, que esto no es sino el camino a la felicidad eterna y sin límites que Dios nos promete.
Vivimos con los pies bien asentados en la tierra, pero con el anhelo de obtener al fin de nuestros días, la corona de gloria eterna.
¿Celebrar la muerte?
En medio del enigma y la realidad tremenda de la muerte, se celebra en el funeral la fe en el Dios que salva.
“En la celebración de la muerte, la iglesia festeja “el misterio pascual” con el que el difunto ha vivido identificado, afirmando así la esperanza de la vida recibida en el Bautismo, de la comunión plena con Dios y con los hombres honrados y justos y, en consecuencia, la posesión de la bienaventuranza”
En un equilibrio notable entre las realidades temporales como son el pecado y la muerte, en la Oración Colecta de la Misa de Difuntos, asegura la acción salvadora de Jesucristo:
“Dios, Padre Todopoderoso, apoyados en nuestra fe, que proclama la muerte y resurrección de tu Hijo, te pedimos que concedas a nuestro hermano N. que así como ha participado ya de la muerte de Cristo, llegue también a participar de la alegría de su gloriosa resurrección”.
Al mismo tiempo que se ora por el difunto, pidiendo al Señor se digne perdonar sus culpas, hay un grito de esperanza en la misericordia infinita del Salvador.
“La muerte, es por tanto, un momento santo: el del amor perfecto, el de la entrega total, en el cual, con Cristo y en Cristo, podemos plenamente realizar la inocencia bautismal y volver a encontrar, más allá de los siglos, la vida del Paraíso” (Romano Guardini)
La mejor y más completa respuesta al problema de la muerte la encontramos en los escritos de san Pablo. Recordemos la, magnífica frase:
“Al fin de los tiempos, la muerte quedará destruida para siempre, absorbida en la victoria” (I Cor.15:26).
“La Muerte es la compañera del amor, la que abre la puerta y nos permite llegar a Aquel que amamos”.
San Agustín
“La Vida se nos ha dado para buscar a Dios, la muerte para encontrarlo, la eternidad para poseerlo”.
FI. Novet
Fragmento de un artículo originalmente publicado por encuentra.com