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Better Call Saul: lo extraordinario palpita en el seno de lo ordinario

Jorge Martínez Lucena - publicado el 14/05/16

Tiene un punto de realismo (extrañamente cristiano) que no tenía Breaking BadA veces las teleseries te invitan a desempolvar un libro. Better Call Saul (2015-) lo ha conseguido. Me ha hecho buscar y encontrar un ensayo leído en tiempos universitarios: Mímesis. Fue escrito por Erich Auerbach, insigne romanista y crítico literario alemán, durante su exilio obligatorio en Estambul en la Segunda Guerra Mundial.

Una de las tesis que atraviesa de parte a parte esa joya de la teoría literaria habla de la incidencia de Cristo no solo en la historia, sino también en la literatura: “Que el Rey de Reyes hubiera sido escarnecido, escupido, azotado y clavado en la cruz como un criminal vulgar: esta narración aniquiló por completo, al penetrar a fondo en la conciencia de los hombres, la estética de la separación de estilos, y produjo un nuevo estilo elevado, que no desdeña en absoluto lo cotidiano y que acepta el realismo de bulto e incluso lo feo, indigno y corporalmente inferior; o, si se prefiere la expresión al revés, surgió un nuevo sermo humilis, un estilo bajo, como los de la comedia y la sátira, pero que ahora se extendía mucho más allá de su primitivo campo de acción, a lo más hondo y alto, a lo sublime y eterno.” (p. 75).

Recordando este párrafo, uno entiende mejor Better Call Saul. En un principio no era más que un esqueje o spin-off de Breaking Bad (2008-2013). Sin embargo, hay que reconocer que, en este particular, la astilla supera al palo: tiene un punto de realismo (extrañamente cristiano) que no tenía su planta madre, mucho más deudora de un mundo alucinante y saturado, más de género, con personajes teñidos de posmodernidad y de nihilismo.

No es que Jimmy McGill (Bob Odenkirk), Kim Wexler (Rhea Seehorn) o Mike Ehrmantraut (Jonathan Banks), co-protagonistas de esta especialísima teleserie, sean personajes blancos o santurrones, sino más bien que no pierden en ningún momento su carácter ordinario, no llegan nunca a convertirse en polos capaces de captar unívocamente la atención del espectador.

McGill, que en un futuro se convertirá en Saul Goodman, es un pícaro congénito al que le han dado el título de abogado y se debate entre los códigos éticos y su identidad auténtica de timador compulsivo. Kim Wexler, en principio una gris y ratonil secretaria que se conforma con sobrevivir a base de cultura del trabajo weberiana, episodio tras episodio va trocándose en una mujer emancipada, inteligente y atractiva, capaz de llevar a cabo diligentemente todos sus objetivos profesionales (aunque en ningún momento deja de ser esa chica infinitamente normal que pasa desapercibida para quien no sabe mirarla).

Mike Ehrmantraut, que acabará muriendo a manos de Walter, como sabemos todos los que ya vimos Breaking Bad, es un tipo duro, frío, roto, quemado por la vida y sus injusticias, un expolicía metódico y maquiavélico al que no le tiembla el pulso más que por la edad y que decide ofrecer sus servicios en el mundo del hampa con el único interés altruista de proteger y mantener tanto a su nuera como a su nieta, expuestas a la dureza del mundo debido a la prematura muerte de su hijo.

La trama es como la vida misma, tenuemente dramática pero aficionada al ejercicio del anti-clímax. Incluso el Nuevo México de McGill es menos agreste e inabarcable que el de Walter White y Jesse Pinkman. Alburquerque muestra su irónica tentativa urbanita, en lucha con la altitud (está a más de mil seiscientos metros sobre el nivel del mar), con la luz, con la infinitud.

Paradójicamente los espacios son secretamente recoletos y hogareños: el salón de belleza chino con agua de pepino, los despachos de abogado de diseño que parecen chalets de lujo o casas coloniales, muy diferentes a las oficinas acristalados de rascacielos que solemos ver en series de abogados ambientadas en grandes ciudades como Shark (2006-2008), Daños y Perjuicios (2007-2012), The Good Wife (2009-2016) o Suits (2011-). Todo parece más de andar por casa, menos contagiado de esa infección onírica del dinero hecho abstracción de ceros y unos.

Todo es vulgar y bellamente humano en el suave transcurrir de cada capítulo. Se nos cuenta una historia lenta. Se siembra a cada paso una secreta fascinación por la vida del americano medio, solitario e individualista. Vemos incluso montar un despacho de abogados en una antigua consulta de dentista. Es como si se le estuviese escribiendo una modesta oda a ese hombre prometeico que la globalización no considera más que una hormiga.

Y eso trasluce en todo, en la exquisita paleta de colores, en esos azules cobalto absolutamente improbables, en esa oscuridad al estilo Nueve semanas y media (1986) pero sin procacidad que se respira en la casa sin luz de Chuck McGill, en esa omnipresente calidez en forma de muebles cuyo emblema máximo es la mesa de madera de cocobolo, etc.

Todavía no sé por qué, pero ver esta serie es una droga. En ella hay esperanza como la hay en los relatos del Evangelio: lo extraordinario palpita en el mismísimo seno de lo ordinario.

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