Tomarse el tiempo de estar presente para los demás parece un gesto pequeño, pero no para aquellos que amasPasé la noche del viernes con cinco de mis hijos, mientras mi marido se llevaba a los otros cuatro de viaje para visitar a unos parientes en una ocasión especial.
Los que no fueron al viaje se quedaron porque tenían algunas obligaciones de fin de semana: una fiesta, un partido de béisbol, apoyar al equipo en una competición de atletismo, preparar un examen.
Pero ese viernes, ninguno de nosotros tenía compromisos, así que… no hicimos nada.
Vimos una película. Comimos. Charlamos. Leímos. El de 7 años se pasó 15 largos minutos abriendo y cerrando una tarjeta de felicitación con música, deleitándose cada vez que el perro de San Valentín ladraba su melodía.
El tiempo transcurrió lento como el goteo de la miel, fue un viernes excepcional. No teníamos nada que hacer. Apenas nos teníamos los unos a los otros. Fue un periodo tan improductivo como reconstituyente.
Yo no estoy hecha para el tiempo de ocio. Un mal hábito nacido de 22 años tratando de justificar mi papel de madre ama de casa. Mi tendencia es a medir los días según cuántas cosas he tachado de la lista de tareas. Y aunque es cierto que la lista de tareas hay que hacerla, también tengo que aprender a estar quieta. Ese viernes practiqué un poco de este arte.
Si nada que hacer, nos escuchamos mutuamente, establecimos contacto visual, dejamos de revisar los teléfonos olvidados en la encimera. Al final de la tarde, estaba sentada acariciando la cabeza de mi hijo mientras él abrazaba su preciada tarjeta y caía dormido. Él vive por estos momentos de no hacer nada.
Me hizo pensar en todos los momentos de no hacer nada que deberíamos practicar.
— Una vigilia junto a un amigo enfermo o agonizante, donde no hay más que hacer que caminar al lado del afligido, ni más que ofrecer que nuestra presencia y oración.
— Escuchar a los desconsolados sin intentar de arreglar sus problemas ni tramar una venganza contra el infractor de sus heridas.
— Ir a animar a los compañeros de deporte, incluso cuando no estamos compitiendo con ellos.
Todas estas naderías tienen importancia. Importan más que cualquier otra cosa.
Siempre añoramos que alguien nos ofrezca su tiempo, porque el tiempo revela la profundidad del sentimiento de una forma que no puede transmitir ningún otro regalo.
Estar con los que amas sin hacer nada —porque con aquellos que amas puedes pasarte horas sin hacer nada— es un tiempo bien invertido.