El secreto de unos particulares sables de samuráis de la época feudal Oriente posee un pasado cristiano bastante desconocido por muchos. También allí florecen los santos del calendario romano.
Sin embargo, en la tierra del sol naciente y de los cerezos en flor, la fe cristiana existe (y persiste) desde hace mucho tiempo a pesar de las persecuciones, lo que certifica aún más el adagio de nuestros clásicos: sanguis martyrum semen christianorum, la sangre de los mártires es semilla de cristianos.
Los mártires cristianos en Japón
Para dar a conocer a estos héroes de la fe, en 2016 fue beatificado Justo Takayama Ukon (1552-1615). En efecto, un “samurái de Cristo”, algo poco común que, sin embargo, existe.
El martirio del beato Justo Takayama Ukon no es único en su género. También están las nobles almas caídas en Nagasaki, muertas en 1597 y canonizadas en 1862, o los cristianos asesinados por su fe en 1617 y 1632, beatificados en 1867. Se contabilizan 395 de ellos en el martirologio romano.
“Hoy en día son muchos los católicos japoneses que piensan que el martirio no tiene nada que ver con sus vidas, porque es poco probable que reciban muerte en nombre de su fe en Cristo”, explica Kikuchi, obispo de Niigata.
“Pero una vida de mártir es también una vida en la que uno se entrega por completo a Dios, en la que se renuncia a todo por el amor de Dios”.
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Los secretos de las catanas
Y como testimonio del cristianismo en el día a día de un samurái, el museo Sawada Miki Kinenkandans, en la prefectura de Kanagawa, expone con orgullo unas cincuenta catanas (el arma favorita de estos formidables guerreros) que disimulaban símbolos cristianos en sus guardas [la protección de las empuñaduras].
En estas piezas de hierro gastado aún resaltan diseños de cruces, en todas las formas imaginables, más o menos claras, aunque algunas incluso representan a un Cristo doliente.
Según informa el diario japonés Asahi Shimbun, las investigaciones de los científicos revelan que las armas fueron construidas entre los años 1467 y 1598.
Al igual que los cruzados llevaban un tatuaje bien visible en el hombro izquierdo, el mismo donde Cristo cargó el dulce lignum, la viga horizontal de la santa Cruz, estos caballeros de oriente armaban el brazo que defendía al oprimido con un recuerdo de la Pasión.
En 1587, el shogun Toyotomi Hideyoshi, valiéndose de un ejército de 150.000 hombres, derrotó a todos sus adversarios, unificó Japón y se convirtió en el hombre más poderoso inmediatamente después del emperador.
El mismo año, expulsa a los misioneros jesuitas y confisca el próspero puerto de Nagasaki que se les había asignado.
En 1597, continuando con la persecución anticristiana, hace crucificar a los 26 mártires de Nagasaki, casi todos japoneses, para desalentar las conversiones.
En 1614, el cristianismo, percibido como una religión sediciosa y venida del exterior, queda prohibido por el heredero del shogunato (el Gobierno), Ieyasu Tokugawa.
El Gobierno japonés, para desenmascarar a los cristianos, extendió el uso del fumie: una imagen de la Virgen María o de Cristo debía ser pisoteada delante de los representantes del orden; cualquiera que se negara a hacerlo era detenido al instante.
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En la piel de un samurái
Un samurái de la sociedad feudal japonesa es, ante todo, un caballero. La vida de estos guerreros se asemejaba a la de nuestros caballeros cristianos: los samuráis a veces poseían tierras que les ofrecía su señor –el daimio– como muestra de gratitud por su lealtad.
Estas tierras eran cultivadas por los campesinos. Se temían y respetaban mutuamente, pero obedecían a un único hombre, el shogun, comandante en jefe del ejército nacional.
Pero eran algo más que guerreros, tenían una serie de principios (valentía, fidelidad, lealtad, etc.) y un código de honor, el bushido, similar al estoicismo (con muchas variantes, como el Hagakure).
Se nacía samurái, aunque de forma excepcional algunos llegaban a serlo, por ejemplo, a través de la adopción de un caballero meritorio por una de las familias de guerreros.
La Iglesia no ha dudado en canonizar a los mártires cristianos que se escondían entre ellos, porque esos hombres, además del sacrificio de su propia vida por Dios, estaban dispuestos a vivir y morir por el valor, la rectitud y la honradez que impone una orden de caballería.
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