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Vivir para los “likes” o el peligro de querer gustar a cualquier precio

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The catholic gentleman - publicado el 16/06/16
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Vivir para agradar a los demás es una auténtica forma de servidumbreComo bloguero, una de las mayores tentaciones es la de obsesionarse con los me gusta o likes, con el número de veces que se comparte algo o con el número de visitas. Y también escribir cada artículo con el único objetivo de conseguir ser el más gustado, compartido y leído.

Las redes sociales e internet permiten saber inmediatamente si alguna cosa es o no del agrado del resto. Lo más difícil de llevar son las críticas y la tentación de evitarlas a cualquier precio.

Escribir, ante todo, es un acto de vulnerabilidad, puesto que se exponen los pensamientos más íntimos ante miles de personas, que podrán aprobarlos o bien rechazarlos por completo. ¡Y vaya si puede ser duro verse criticado de esa forma!

Pero este deseo que tenemos de ser aprobados, sumado al temor de ser rechazados, no se limita solamente al ámbito de internet ni a los blogueros en particular. Es un problema humano.

Todos los días sentimos el deseo de dar forma a nuestra identidad, con la influencia en el proceso de las alabanzas y las críticas que recibamos.

Ya sea en el trabajo, en la escuela o entre amigos y allegados, uno de los sentimientos más dolorosos que podemos experimentar es el de rechazo, e intentamos evitarlo a toda costa.

Vivir por los me gusta

En cierto sentido, es algo natural. Los seres humanos son criaturas sociales que quieren ser amadas y no hay nada intrínsecamente malo en ello.

Sin embargo, este deseo de alabanza y aprobación puede convertirse también en una obsesión, una enfermedad, una forma de idolatría.

El problema es grave si nos dejamos determinar por los juicios en constante evolución de los demás, en lugar de por los del que habita en nuestro interior o los que son fruto de nuestra relación con el Creador; el problema es grave si nuestra conducta queda delimitada por la forma en que pudiera ser percibida, y no por nuestros propios principios, más elevados.

La prueba consiste en verificar si nuestro deseo de agradar a los otros nos pone en conflicto con el hecho de agradar a Dios. Algo que, en realidad, es inevitable, puesto que seguir a Cristo contradice siempre al mundo, de una u otra manera.

Seguir a Cristo siempre provocará ceños fruncidos, comentarios cínicos, críticas, reacciones negativas, humillación e incluso, simple y llanamente, burla.

En cierto modo, estas reacciones negativas pueden hacernos sufrir. Si son significativas, pueden llegar a parecer una especie de martirio emocional. En especial si el rechazo proviene de aquellos a quienes amamos y a quienes valoramos más.

Pero la pregunta es: ¿a quién queremos agradar más? ¿A Dios o al ser humano? ¿Nos camuflamos como un camaleón para fundirnos con la masa? ¿Vamos a rendirnos y a pedir perdón por ser quienes somos? ¿O tal vez podríamos resistir con valentía, al igual que los grandes santos y los mártires?

La forma en que respondamos a estas cuestiones revelará mucho acerca de nuestros corazones.

La causa

En la raíz del deseo de agradar se encuentra el amor hacia uno mismo, también conocido como orgullo. El amor propio y el deseo de ser amado lo infectan y lo deforman todo. Ese pinchazo que sentimos cuando otros nos critican o se burlan de nosotros es el amor propio anclado en nuestro interior estremeciéndose de dolor.

La única manera de quedar libres y de curarnos de esta enfermedad de desear el agrado de la gente es sumergirnos en la humildad.

Una persona verdaderamente humilde no pierde el tiempo con las alabanzas o las críticas de los demás. Poco le importa recibir un premio Nobel o ser linchado por la multitud. Hay una única cuestión que guía su manera de vivir: “¿Estoy agradando a mi Señor Jesucristo, a Él que tanto me ha amado y que ha dado su vida por mí?”.

¡Cuán lejos estamos de esta indiferencia y esta libertad recibidas gracias a la humildad! A la primera crítica recibida, reculamos. No tenemos ni valor ni fuerza interior, al menos, no lo suficiente.

La solución

La única manera de liberarse de la esclavitud de querer agradar a los otros es aprender a aceptarlo todo, incluso la humillación. Hay que estar dispuestos a cargar con la cruz de las críticas y a soportar el dolor del rechazo y de la burla. Recemos por nuestros perseguidores, sin intención de cambiar para complacerles.

Cuando el dolor del rechazo y la vergüenza se apoderen de su corazón, acuérdense de nuestro Señor crucificado, que soportó la vergüenza de la cruz, abrazándola para conseguir nuestra salud. Él también fue objeto de burla y de escarnio, lo desnudaron, ridiculizaron y humillaron por completo; fue abandonado por sus amigos más cercanos, rechazado por aquellos a quienes vino a salvar y expuesto para mofa de todos.

Pero ¿saben qué? Él los ama aún más. Pasó por la cruz de la vergüenza para salvar a aquellos mismos que le habían sometido a humillación, mientras clamaba: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”. Y eso nos incluye a todos.

Vivir para agradar a los demás es una auténtica forma de servidumbre. Nos esclaviza y destruye. La única forma de ser liberados es cargar con nuestra cruz y aceptar la humillación para así agradar siempre más a Dios que a los hombres.

Debemos aprender a amar más a nuestro Salvador que a las alabanzas que podamos recibir del hombre. Porque solamente entonces seremos verdaderamente libres.

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