Un depravado criminal, y sin embargo, aun ahora, hay quien sigue admirándole“El único Dios que existe y que tiene sentido adorar es la imagen exaltada del propio Yo. ¿No es este el retrato del hombre hipermoderno?”. La invitación a la reflexión la hace el psicoanalista italiano Massimo Recalcati.
Sin Dios, al final, el hombre moderno se concibe inevitablemente como dios de si mismo y, por coherencia, como un ser sin límites. Massimo Recalcati prosigue: “El actúa como un dios del hedonismo, que juzga cada experiencia de renuncia como algo sin sentido. ‘¿Por que no?’ es su máxima moral, que rechaza violentamente la moral ‘inútil’ del amor sacrificial por el prójimo”.
Si existe sólo esta vida, la verdadera libertad es la ausencia de cualquier límite, de cualquier privación.
Recalcati menciona, a este propósito, al Marqués de Sade. “No existe el pecado”, escribió el marqués en 1782, cuando estaba en la prisión de Vincennes; sólo existen “necesidades pre-ordenadas por la naturaleza o consecuencias inevitables” (cf. “Diálogo entre un sacerdote y un moribundo”).
En la misma línea, hoy, el filósofo ateo Joel Marks repite: “No existen ‘pecados’ literales en el mundo porque no existe literalmente Dios, ni, por tanto, toda la superestructura religiosa que incluiría categorías como el pecado y el mal. Nada es literalmente cierto o errado porque no existe ninguna moralidad”.
Para el Marqués de Sade, que fue perpetrador en serie de estupros y de violencias (el “sadismo” recibió ese nombre precisamente en su “honra”), no hace sentido imponer límites a la busca del placer, porque el placer es el principal impulso de nuestra naturaleza animal pre-determinada. Las pasiones y los placeres desenfrenados, escribió, “nada más son que los medios de que los se sirve la naturaleza para llevar al hombre a realizar los designios que ella tiene para él” (cf. “La filosofía en el tocador”).
El filósofo católico Roberto Timossi comenta: “Si Dios no existe, entonces no hay sustancias espirituales; sólo hay materia sensible y, por tanto, el placer corporal es el único verdadero propósito de la existencia humana. Para el Marqués de Sade, no se puede ser ateo y no ser inmoral” (cf. “En el signo de la nada”). El hedonismo es, así, el único valor verdadero, porque, sin Dios, cualquier limitación a la propia satisfacción representa un fracaso de la autorrealización del dios-hombre.
Siempre nos intrigó la posición filosófica de Sade porque la consideramos, tal vez, la más coherente para quien quiere vivir prescindiendo totalmente de Dios: no existe ningún bien, ningún mal, ninguna inexplicable y contradictoria moral laica.
Solamente el Yo, que busca la satisfacción continua de sus impulsos, de sus instintos, y que vive de acuerdo con ellos – incluso porque todo gesto altruista, que mira más allá de sí mismo, presupone un valor en el otro que no puede subsistir razonablemente en una visión del hombre como mero resultado imprevisto de la casualidad ciega de la selección natural.
Tanto es así, que el marqués escribió: “El destino de una mujer es ser como una perra o una loba: debe pertenecer a todos los que la quieran” (cf. “La filosofía en el tocador”). Es el ser humano reducido al animal, perfectamente en sintonía con las tentativas del neo-darwinismo reduccionista.
El Marqués de Sade, aunque sea hoy celebrado en París con exposiciones llamadas culturales, fue claramente un loco criminal. Pero lo interesante es que el principio teórico de su posición existencial es la expresión de un ateísmo radical y, a fin de cuentas, coherente con su propio absurdo: el único sentido de esta vida sin sentido sólo puede ser la búsqueda desenfrenada y sin límites de la propia ansia implacable de placer. “¿Qué es la vida del prójimo ante la ley absoluta del placer?”, pregunta, atinadamente, Massimo Recalcati. “Nada. El único Dios que existe y que tiene sentido adorar es la imagen exaltada del propio Yo. No hay ningún prójimo, a no ser el propio Yo”.
“Cuando el ateísmo pida mártires, diga: ¡mi sangre está preparada!”, escribió Sade en 1797 (cf. “Nouvelle Justine“). Sin embargo, hasta el propio “divino marqués”, después de haber realizado plenamente todas sus perversiones, reconocería el real fundamento de su existencia: “la nada”, declaró en “Diálogo entre un sacerdote y un moribundo”.