Los enfermos, los pobres y los necesitados son el verdadero tesoro de la IglesiaLa Iglesia, desde los comienzos, orientó su actividad caritativa y asistencial para paliar y hacer frente a tantos sufrimientos de la sociedad. Y durante siglos –sin buscar ningún reconocimiento- ha seguido viviendo esta caridad con los más pobres y necesitados, viendo en ellos al mismo Cristo. Como decía San Lorenzo –diácono de Roma en el siglo III- al emperador Valeriano, “los enfermos, los pobres y los necesitados son el verdadero tesoro de la Iglesia”. Y hoy en día continúan siéndolo. Esta tradición cristiana de la caridad irá impregnando poco a poco la sociedad, haciéndola cada vez más justa, y facilitando el reconocimiento y el respeto de la dignidad de la persona humana.
Presentamos a continuación algunos textos de los primeros escritores cristianos que reflejan cómo vivían esta fraternidad.
(Desde sus comienzos la Iglesia se ha preocupado de los más necesitados. Arístides de Atenas, en el año 124 al escribir al emperador Adriano una apología a favor de los cristianos, lo expresa de esta manera…)
Cuando muere un pobre, si se enteran, contribuyen a sus funerales según los recursos que tengan; si vienen a saber que algunos son perseguidos o encarcelados o condenados por el nombre de Cristo, ponen en común sus limosnas y les envían aquello que necesitan, y si pueden, los liberan; si hay un esclavo o un pobre que deba ser socorrido, ayunan dos o tres días, y el alimento que habían preparado para sí se lo envían, estimando que él también tiene que gozar, habiendo sido como ellos llamado a la dicha”. (ARISTIDES DE ATENAS, La Apología, 17)
(Tertuliano, años 155-225, explica cómo la Iglesia disponía de un fondo de caridad que se proveía de las aportaciones voluntarias de los cristianos. De este modo se socorría a todos los necesitados…)
Aunque tenemos una especie de caja, sus ingresos no provienen de cuotas fijas, como si con ello se pusiera un precio a la religión, sino que cada uno, si quiere o si puede, aporta una pequeña cantidad el día señalado de cada mes, o cuando quiere. En esto no hay compulsión alguna, sino que las aportaciones son voluntarias, y constituyen como un fondo de caridad. En efecto, no se gasta en banquetes, o bebidas, o despilfarros chabacanos, sino en alimentar o enterrar a los pobres, o ayudar a los niños y niñas que han perdido a sus padres y sus fortunas, o a los ancianos confinados en sus casas, a los náufragos, o a los que trabajan en las minas, o están desterrados en las islas o prisiones o en las cárceles. (TERTULIANO, Apologético, 39, 1-18)
¿Qué tiene de extraño, pues, que tan gran amor se exprese en un convite?… Digo esto, porque andáis por ahí chismorreando acerca de nuestras modestas cenas, diciendo que no son sólo infames y criminales, sino también opíparas… Pero su mismo nombre muestra lo que son nuestras cenas, pues se llaman ágapes, que significa en griego «amor». Todo lo que en ellas se gasta, es en nombre y en beneficio de la caridad, ya que con tales refrigerios ayudamos a los indigentes de toda suerte, no a los jactanciosos parásitos que se dan entre vosotros… (TERTULIANO, Apologético, 39, 1-18)
¿Tienes dinero? Pues no seas tardo en socorrer con él a los que lo necesitan. ¿Puedes defender los derechos de alguien? Pues no digas entonces que no tienes dinero… ¿Puedes ayudar con tu trabajo? Hazlo. ¿Eres médico? Cuida de los enfermos… ¿Puedes ayudar con tu consejo? Mejor todavía, ya que librara a tu hermano no del hambre, sino del peligro de la muerte… Si ves a un amigo dominado por la avaricia, compadécete de él, y si se ahoga apaga su fuego. ¿Que no te hace caso? Haz lo que puedas, no seas perezoso. (SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilía sobre los Hechos de los Apóstoles, 5)
(Benedicto XVI nos presenta el ejemplo del diácono San Lorenzo, martirizado en el año 258…)
Desde los comienzos, la actividad asistencial a los pobres y necesitados, según los principios de la vida cristiana expuestos en los Hechos de los Apóstoles, era parte esencial en la Iglesia de Roma. Esta función se manifiesta vigorosamente en la figura del diácono Lorenzo († 258). La descripción dramática de su martirio fue conocida ya por san Ambrosio († 397) y, en lo esencial, nos muestra seguramente la auténtica figura de este Santo. A él, como responsable de la asistencia a los pobres de Roma, tras ser apresados sus compañeros y el Papa, se le concedió un cierto tiempo para recoger los tesoros de la Iglesia y entregarlos a las autoridades. Lorenzo distribuyó el dinero disponible a los pobres y luego presentó a éstos a las autoridades como el verdadero tesoro de la Iglesia. Cualquiera que sea la fiabilidad histórica de tales detalles, Lorenzo ha quedado en la memoria de la Iglesia como un gran exponente de la caridad eclesial. (BENEDICTO XVI, Encíclica Deus Caritas est, n. 23)
Una alusión a la figura del emperador Juliano el Apóstata († 363) puede ilustrar una vez más lo esencial que era para la Iglesia de los primeros siglos la caridad ejercida y organizada. A los seis años, Juliano asistió al asesinato de su padre, de su hermano y de otros parientes a manos de los guardias del palacio imperial; él imputó esta brutalidad —con razón o sin ella— al emperador Constancio, que se tenía por un gran cristiano. Por eso, para él la fe cristiana quedó desacreditada definitivamente. Una vez emperador, decidió restaurar el paganismo, la antigua religión romana, pero también reformarlo, de manera que fuera realmente la fuerza impulsora del imperio. En esta perspectiva, se inspiró ampliamente en el cristianismo. Estableció una jerarquía de metropolitas y sacerdotes. Los sacerdotes debían promover el amor a Dios y al prójimo. Escribía en una de sus cartas que el único aspecto que le impresionaba del cristianismo era la actividad caritativa de la Iglesia. Así pues, un punto determinante para su nuevo paganismo fue dotar a la nueva religión de un sistema paralelo al de la caridad de la Iglesia. Los « Galileos » —así los llamaba— habían logrado con ello su popularidad. Se les debía emular y superar. De este modo, el emperador confirmaba, pues, cómo la caridad era una característica determinante de la comunidad cristiana, de la Iglesia. (BENEDICTO XVI, Encíclica Deus Caritas est, n. 24)
Contemplemos finalmente a los Santos, a quienes han ejercido de modo ejemplar la caridad. Pienso particularmente en Martín de Tours († 397), que primero fue soldado y después monje y obispo: casi como un icono, muestra el valor insustituible del testimonio individual de la caridad. A las puertas de Amiens compartió su manto con un pobre; durante la noche, Jesús mismo se le apareció en sueños revestido de aquel manto, confirmando la perenne validez de las palabras del Evangelio: « Estuve desnudo y me vestisteis… Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis » (Mt 25, 36. 40). Pero ¡cuántos testimonios más de caridad pueden citarse en la historia de la Iglesia! (BENEDICTO XVI, Encíclica Deus Caritas est, n. 40)
Como obispo y pastor de su extendida diócesis, Basilio se preocupó constantemente por las difíciles condiciones materiales en las que vivían los fieles; denunció con firmeza el mal; se comprometió con los pobres y los marginados; intervino ante los gobernantes para aliviar los sufrimientos de la población, sobre todo en momentos de calamidad; veló por la libertad de la Iglesia, enfrentándose a los potentes para defender el derecho de profesar la verdadera fe (Cf. Gregorio Nacianceno, «Oratio 43,48-51 in laudem Basilii»). Dio testimonio de Dios, que es amor y caridad, con la construcción de varios hospicios para necesitados (Cf. Basilio, Carta 94), una especie de ciudad de la misericordia, que tomó su nombre «Basiliade» (Cf. Sozomeno, «Historia Eclesiástica». 6,34). En ella hunden sus raíces los modernos hospitales para la atención de los enfermos. (BENEDICTO XVI presenta a San Basilio el Grande, 4 julio 2007)
Basilio se entregó totalmente al fiel servicio a la Iglesia en el multiforme servicio del ministerio episcopal. Según el programa que él mismo trazó, se convirtió en «apóstol y ministro de Cristo, dispensador de los misterios de Dios, heraldo del reino, modelo y regla de piedad, ojo del cuerpo de la Iglesia, pastor de las ovejas de Cristo, médico piadoso, padre y nodriza, cooperador de Dios, agricultor de Dios, constructor del templo de Dios» (Cf. «Moralia» 80,11-20). Este es el programa que el santo obispo entrega a los heraldos de la Palabra, tanto ayer como hoy, un programa que él mismo se comprometió generosamente por vivir. (BENEDICTO XVI presenta a San Basilio el Grande, 4 julio 2007)
Del camino ascético pueden formar también parte las peregrinaciones. En particular, Jerónimo las impulsó a Tierra Santa, donde los peregrinos eran acogidos y hospedados en edificios surgidos junto al monasterio de Belén, gracias a la generosidad de la mujer noble Paula, hija espiritual de Jerónimo (Cf. Epístola 108,14). (BENEDICTO XVI presenta a San Jerónimo, 14 noviembre 2007)
Gregorio nos recuerda que, como personas humanas, tenemos que ser solidarios los unos con los otros. Escribe: «”Nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo” (Cf. Romanos 12,5), ricos y pobres, esclavos y libres, sanos y enfermos; y única es la cabeza de la que todo deriva: Jesucristo. Y como sucede con los miembros de un solo cuerpo, cada quien se ocupa de cada uno, y todos de todos».
Luego, refiriéndose a los enfermos y a las personas que atraviesan dificultades, concluye: «Esta es la única salvación para nuestra carne y nuestra alma: la caridad hacia ellos» («Oratio 14,8 de pauperum amore»: PG 35,868ab). (BENEDICTO XVI presenta a San Gregorio Nacianceno, 22 agosto 2007)
En otra carta, Jerónimo confirma: «Aunque tenga una espléndida doctrina, es vergonzosa la persona que se siente condenada por la propia conciencia» (Epístola 127,4). Hablando de la coherencia, observa: el Evangelio debe traducirse en actitudes de auténtica caridad, pues en todo ser humano está presente la Persona misma de Cristo. Dirigiéndose, por ejemplo, al presbítero Paulino, que después llegó a ser obispo de Nola y santo, Jerónimo le da este consejo: «El verdadero templo de Cristo es el alma del fiel: adorna este santuario, embellécelo, deposita en él tus ofrendas y recibe a Cristo. ¿Qué sentido tiene decorar las paredes con piedras preciosas si Cristo muere de hambre en la persona de un pobre?» (Epístola 58,7). Jerónimo concretiza: es necesario «vestir a Cristo en los pobres, visitarle en los que sufren, darle de comer en los hambrientos, cobijarle en los que no tienen un techo» (Epístola 130, 14). (BENEDICTO XVI presenta a San Jerónimo, 14 noviembre 2007)
Del libro:
ORAR CON LOS PRIMEROS CRISTIANOS
Gabriel Larrauri (Ed. Planeta)
Artículo originalmente publicado por Primeros Cristianos