Magnífica metáfora del drama del mal humano y la venganza a través de un thriller asfixiante sobre la dictadura militar argentinaEl comandante de la Armada Argentina, el capitán Tomás Kóblic toma una decisión: los aviones no sirven para matar, sino para vivir y ser libre. Pero es Argentina, y estamos a finales de los 70. Hay una dictadura militar, llamada Proceso de Reoganización Nacional (cosas de los nombres…), y se usan los aviones para defenestrar anestesiados al mar a los prisioneros del régimen. Son los vuelos de la muerte. Crímenes contra la humanidad. Kóblic tiene una misión aberrante: pilotar uno de estos vuelos y abrir la compuerta. Pero no puede. Las decisiones tienen consecuencias, y la suya le estigmatizará de por vida.
Kóblic tiene la conciencia envenenada. Convertido en desertor, abandona su pasado, familia incluida, para esconderse en la remota Colonia Elena, un destino rancio e inconmensurable entre alambradas y caciques. El comandante intentará vivir como civil, y pilotar el avión fumigador (hay que eliminar las plagas…). Pero las dictaduras son totalizantes, y nadie está a salvo en su vida cotidiana.
Pronto se encuentra al comisario Velarde (un maravilloso Óscar Martínez, ¡Dios mío, qué cambio!), un caudillo roñoso que tiene dominado el lugar y aplica la justicia por su cuenta. Velarde se obsesiona con el forastero, más cuando descubre que es militar, y no le quitará ojo, en una caza endiablada propia del mal hecho carne. A la vez, Kóblic se sentirá atraído por Nancy (increíble Inma Cuesta lorquiana), una pobre y callada mujer que vive esclavizada por su concubino, y que simboliza la frustración de lo terrenal, de la belleza, el amor y la justicia.
¡Vaya ritmo sombrío! ¡Vaya terna de protagonistas! ¡Vaya papelones en estado de gracia! ¡Vaya visitación angustiosa a los ancestros otoñales y fríos de la dictadura! Esto es un thriller como Dios manda. Cine noir del bueno. Las paredes oyen. Hay ojos por doquier. Imposible dormir. Imposible vivir. Suspense continuo. Un traspié y muerte segura. No hay posibilidad de decir nada, de ser tú. Como en La vida de los otros el terror está en el otro, en el espesor del paisaje asfixiante.
Borensztein crea una película orgánica, un cuerpo único entre actores y paisaje, que hacen del film una historia fuera de la historia. De la dictadura y el caso concreto pasamos al interior del mismo mal humano. Contrastan los planos amplios de un paisaje aletargado y hostil frente a los primeros y primerísimos planos a los personajes. La vida del hombre se juega entre la exposición del paisaje y la confidencia o la sospecha de la distancia corta. “Mejor no preguntemos”, dice Nancy. Nadie está a salvo. No hay héroes, en este relato desgarrador.
Nada sobra en este episodio entre la realidad y la pesadilla. Estamos en la metáfora del wéstern: malos en las ásperas tierras del desierto (pongamos que es la Pampa, pero es la aridez del mal) persiguiendo al bien. Aunque aquí no hay bien claro, sino ambigüedad y antihéroes; ojo por ojo que huele a venganza, purga en fuegos ancestrales. Estará lo propio del horror de la dictadura y del género del oeste: habrá duelo frente a frente, habrá tiro en la cabeza, bolsas de plástico, y aviones al mar con prisioneros a ajusticiar.
Y habrá un regusto de boca al terminar que te acompañará todo el día como un nudo. ¿Hay justicia? ¿Hay perdón? Todo nos recuerda a Sin perdón de Eastwood; y Kóblic, a Will Munny. Es casi una tragedia de Sófocles: Antígona contra Creonte, Edipo contra el tirano. La desmedida, o la hybris, no se pueden tolerar. Es imposible construir sobre ella. ¿Pero puede el hombre hacer justicia?
No hay paz sin justicia ni justicia sin perdón. La película nos pone no solo frente al terror de la dictadura argentina, sino que la usa para conseguir un film ahistórico que afronta el drama del mal y nos hace aborrecer la venganza. Véanla. Películas como esta demuestran que el cine sigue siendo una experiencia extraordinaria.