El camino de cuatro adolescentes italianas en busca del sentido de la vida. Hoy son monjas y madresHubo un tiempo en que cuatro chicas italianas entre los 20 y los 35 años se vestían con el sari naranja y llevaban la típica decoración india en medio de la frente, un punto rojo. Ayer eran devotas Hare Krishna, hoy se llaman “Ancillae Domini”, son reconocidas por la Iglesia, llevan un sari blanco, el velo, el crucifijo y, en lugar del japamala (la corona usada para repetir los mantra) rezan el rosario.
“Desde pequeña he buscado a Dios” cuenta Madre Veronica. Aún niña, acosaba a su mamá con sus “¿y por qué?” sobre lo que la vida le había reservado.
Crece: el estudio, el voluntariado, los amigos, pero en el corazón tiene una vorágine. “Un domingo por la tarde, encerrada en la habitación, empecé a gritar: Dios, si estás en alguna parte, ven a mi encuentro”.
La misma inquietud, unos años después, de Maria Laura, Maria Grazia y Maria Assunta: hijas de un cristianismo de normas y de fachada, adolescentes en busca de verdad, de amor, de belleza, de sentido de la vida, que ninguno de sus amigos y familiares parece advertir.
Maria Assunta estaba cerrada en sí misma, sin amigos ni intereses: “sólo me importaba la estética”. Llega a consumir ansiolíticos y busca algo a lo que agarrarse.
Lo encuentra escuchando la radio del Movimiento Hare Krishna: “me entró curiosidad, empecé a escuchar… hasta que sentí el deseo de encontrarles”.
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El recorrido de Maria Laura nace “de una exigencia profundísima de encontrar el sentido de la vida, el amor y la perfección”. Va al gimnasio, se hace vegetariana.
Su instructor le lleva un libro-entrevista al fundador de los Hare Krishna: “Allí encontré las respuestas a mis preguntas. Lo dejé todo. No era un precio muy alto el que pagaba, pues sin eso acabaría en el suicidio o en la locura”.
Maria Grazia frecuenta “malas compañía” pero todo se vuelve “insoportable. ¿Para qué vivir?”. A través de la hermana conoce la religión vaishnava y “finalmente encontré una respuesta: vivir era servir a Dios”.
De nuevo Madre Veronica: “Abracé la experiencia Hare Krishna de repente. Fue al día siguiente de mi grito”.
Cuando llega al templo por primera vez, se quedó fascinada. Los sabores, los olores, la paz. “El nombre de Dios es krishna, divinamente fascinante”. Otros nombres son “el que levanta del sufrimiento”, “oceano de misericordia”.
“Para mí eran conceptos nuevos. Venía de las monjas, donde si llevaba el pelo suelto era pecado”. Empieza a unirse a los devotos, después la decisión: “Un día después de comer dije a mi padre, a mi madre y a mis hermanas: en un cuarto de hora sale el autobús, me llevará al templo Hare Krishna”.
La vida en el templo transcurre en un camino diario de ascesis. Las reglas son rígidas y templan la mente y el físico. Veronica llega a dirigir tres departamentos sobre nueve, Maria Laura es su mano derecha.
Pero la inquietud vuelve: “Después de 15 años fui en crisis: Dios había desaparecido de mi corazón, lo buscaba y me golpeaba la cabeza contra el mármol del altar: ¿dónde estás?”.
Los maestros espirituales ya no eran suficientes, Veronica ve sus límites humanos; los principios en los que había formado su vida se estaban corrompiendo.
Pide a Dios un nuevo maestro. Y “un buen día tropecé con Jesucristo”. Hace una excursión a Asís con su familia. Al ponerse el sol baja a la Porciúncula: “Algo me hizo dar la vuelta y veo este gran crucifijo. No sucede nada, ninguna aparición, pero me echo a llorar y Le grito: ¿dónde has estado?”. Pide a Maria Laura que la acompañe a la iglesia a escondidas.
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Ella misma lo cuenta: “Un ángulo importantísimo de mi vida seguía oscuro, el ángulo del sufrimiento. En esa filosofía, si sufres es porque has hecho algo mal. Es algo inútil”.
Una estatua del descendimiento de Cristo suscita en ella una fuerte impresión: “Es como si me hubiera dicho: tú tienes que vivir y morir para mí. Eso era todo lo que estaba buscando, que podía abrazar toda mi existencia. El sufrimiento y la muerte se convertían en instrumento de salvación”.
Veronica y Maria Laura empiezan una doble vida que dura más de un año: las fugas para ir a la iglesia, “primero con nuestros hábitos, después cambiándonos para no ser reconocidas”.
Más tarde se unen Maria Grazia y Maria Assunta. Poco después, la salida del grupo, el 19 de marzo de 1995. “La mañana hubo una fuerte discusión” con el responsable del templo “y a la noche nos fuimos”.
Son el primer núcleo de la comunidad de las Ancillae Domini, también gracias a muchos sacerdotes que las acompañaron.
“Estaba descansando una tarde, estaba aún en el templo. Siento una voz que me dice: os llamaréis Ancillae Domini” cuenta Madre Veronica.
Un recorrido no sin tormento para ella, que había pensado en una vida de retiro: “Quería ser eremita, y me encontré fundando una orden monástica”.
Entre otras cosas su vida pende de un hilo, debe tener el oxígeno a mano, y los médicos no comprenden cómo aún puede andar.
Desde la provincia de Bérgamo se trasladan a Nicolosi, en las faldas del Etna, donde aún viven y trabajan en favor de los necesitados.
El que llama encuentra la puerta abierta. La providencia no les hace faltar nada. Ningún rencor hacia el pasado: los años en el templo supusieron un crecimiento espiritual, al que fueron llevados por el misterioso designio de Dios.
Su vida actual no ha perdido, por otro lado, algunos acentos de espiritualidad oriental. Los inciensos se queman en la capilla de su casa. No hay sillas ni reclinatorios, sino alfombras. Siguen llevando el sari, hacen apostolado itinerante: por la calle, en las tiendas, en las casas.
De la tradición ortodoxa han adoptado la “oración continua”: ha su lado cuelga el komboskini, una “cuerda de oración” de cien nudos, por cada uno de los cuales de repite: “Jesús, hijo de Dios vivo, ten piedad de mí pecador”.
En verano, durante un mes, se retiran a una ermita, donde viven en silencio y oración, según los ritmos de la naturaleza (por ejemplo no tienen luz eléctrica ni agua corriente).
La oración es el eje de su vida: “Contemplar significa estar ante Dios y dejarse imprimir Su energía. De aquí brota una acción que no es nuestra, de buena voluntad, sino llena de otro Espíritu”.
Esto es lo que permite a cuatro mujeres ser Ancillae Domini, o “Ancillae de desembarco” según una expresión de la Madre: capaces de estar en soledad y de vivir en el mundo, capaces de afrontar las dificultades de la vida, capaces de oración y de silencio. Capaces de luchar y de ser madres para quien se las encuentra.