La pintura rusa, símbolo por excelencia de la ortodoxia, es una de las fuentes del arte abstracto del siglo XX
¿Qué heredaron Henri Matisse, Vassili Kandinski y Andy Warhol, entre otros maestros del arte del siglo XX, de la tradición artístico-religiosa rusa?
Puede parecer una exageración, pero el nacimiento del arte abstracto, muy probablemente, no habría sido posible sin la influencia de la iconografía rusa. Un artículo publicado por La Repubblica de Italia el pasado 11 de julio explica la estrecha relación de estos dos tipos de arte, que parecen estar a años luz de distancia el uno del otro.
La Trinidad de Rublev
Para entender el valor de un icono, bien vale la pena recurrir a la Trinidad de Andrei Rublev, “el icono de todos los iconos”, como se le llamó a partir del Sínodo de Stoglavyj, en 1551.
El icono representa a los tres ángeles que, de acuerdo al episodio bíblico conocido como “el encinar de Mambré”, visitaron a Abraham y fueron invitados por el patriarca a compartir su tienda y su mesa.
En el icono, sin embargo, los ángeles no comen, y no figuran ni Abraham ni su esposa, Sara.
Lo irrepresentable
Se trata de tres figuras celestes de belleza sobrehumana, casi idénticas entre sí. El contorno de las figuras crea un cerco que captura la mirada del espectador de una manera tan poderosa que le impide fijarse sólo en una figura, o en algún otro elemento de la composición: la atención, por el contrario, se fija en la geometricidad triangular perfecta del conjunto que es, en realidad, el verdadero protagonista del icono.
Esta geometricidad, este cerco invisible que abarca toda la composición es la representación de lo irrepresentable: la consustancialidad de las Tres Personas de la Trinidad, definida ya por la teología del primer Concilio Bizantino como “una única sustancia en tres hipóstasis”.
Una pura abstracción geométrica para, quizás, la más difícil de las abstracciones conceptuales teológicas. Por ello, Rublev adopta estos recursos. Se trata, en cierto sentido, de un cuadro “abstracto”.
Una obra “espiritual”
El filósofo ruso Pavel Florenskij explica que “el icono es siempre más grande que sí mismo, si es una visión celestial, o menos que sí mismo, si no abre el mundo sobrenatural para la conciencia” de aquel que le ve. El objetivo del icono es el de elevar al espectador al mundo espiritual. Si esto no sucede, el icono termina sólo siendo “una remota sensación del mundo trascendente”.
Mediadora entre lo visible y lo invisible
En ese sentido, el icono no es, por lo tanto, arte “figurativo”. Esta idea, que señala que los mundos visible e invisible pueden encontrarse, ya presente en la teología y las artes bizantinas, quizá no había permeado del todo al resto de Occidente hasta el siglo XX (aunque, sin duda, el arte contrarreformista del barroco ya había entendido y ensayado estas nociones teológico-estéticas).
El giro de 1904
El año de 1904, testigo de la restauración del icono trinitario de Rublev, es un año paradigmático.
Por un lado, señala el redescubrimiento de la tradición icónica oriental en la escena artístico-estética occidental contemporánea y, en paralelo, es también el año del nacimiento del abstraccionismo.
Al año siguiente, en 1905, se nombra a Ilja Ostruchov como conservador de la galería Tretjakov de Moscú quien, junto a Pavel Muratov, era una especie de apóstol y activista de esta nueva valoración intelectual de los iconos ortodoxos.
El San Jorge de Kandinski
Primero Henri Matisse, y luego Vassili Kandinski estudiaron la tradición iconográfica rusa. Kandinski, en particular, crea una tendencia abstraccionista derivada directamente de la experiencia de los iconos. El cénit de este trabajo de inspiración bizantina es su San Jorge.
San Jorge es el santo capadocio que se arriesga a liberar a la princesa matando un feroz dragón. Kandinski dota a su imagen de contenido religioso y espiritual.
Está compuesta de una enorme línea diagonal amarillenta-ocre, que figura la lanza del santo que se estrella en las fauces del dragón, de quien se ve además la cresta.
Una serie de combinaciones de colores claros y oscuros desarrollan el resto de la imagen, confiriéndole una cierta disonancia al conjunto general que paradójicamente, como explicaba el mismo Kandinski, “es la encargada de crear una armonía perfecta”.
La guerra contra los “ídolos”
El arte contemporáneo, según explica el mismo artículo en La Repubblica, comparte con el icono ruso cierta “iconoclasia latente”, llevando al terreno secular una dimensión religiosa que declara la guerra a los ídolos: la creciente difusión de “falsas imágenes” (mediáticas, publicitarias, pornográficas, convertidas en mercancía, especialmente tras la invención y masificación de la fotografía) en la sociedad de masas propia del llamado “siglo breve” y sus revoluciones.
Así, por ejemplo, en la obra de Warhol, hijo de inmigrantes eslavos, se puede ver cierta influencia de la iconografía rusa: el método de la repetición y la adopción del múltiplo procura agotar la imagen-ídolo del consumo.
En el “Blue” de Klein, por otra parte, la cancelación total de la presencia de la figura privilegia la presencia del fondo (como en caso del fondo dorado bizantino propio del icono) que se convierte en un sujeto autónomo, y la semántica bizantina del color reaparece, triunfal: así como el dorado bizantino representa la trascendencia, el azul es entendido como el color celeste por excelencia que simboliza la vida eterna.
Traducido de la versión italiana de Aleteia por Daniel Esparza