Tras un mes entre refugiados, Edward Mulholland se dirige a casa con un nuevo entendimiento del poder del encuentro personal, y un corazón lleno de devota esperanza por la gente que deja atrásLa mañana de mi último turno en Kara Tepe, supe que Mohammed había regresado de Atenas después de su entrevista. Estaba disgustado porque algunas de sus cosas habían desaparecido del campamento durante el tiempo que su familia y él habían estado fuera.
Yo temía el momento de decir adiós a este hombre, que ya se había convertido en un amigo. Anticipándolo, le había traído algunas provisiones y donativos en una mochila de cuero que mi padre me había dado y que, a pesar de su gran calidad, ya estaba bastante machacada. Pensé que podría compensar a Mohammed por algunas de las cosas que había perdido, además de servir de equipaje útil en su viaje a sabe Dios dónde.
Así que se lo llevé, y él agradeció el gesto, conmovido. Ya me había comprometido a un almuerzo de despedida después de mi turno con Faris y su familia (los del círculo familiar), así que le dije a Mohammed que volvería luego.
Después de otra soberbia transfiguración culinaria en el Monte Tabor del arroz y el pollo, me despedí rápidamente de Faris y compañía, porque sabía que el café con Mohammed era imperativo. Sus niñas pequeñas (también conocidas como “Gritos 1, 2 y 3”) estaban especialmente revoltosas y ruidosas, Maisun seguía con su imperturbable y pacífica sonrisa de siempre, pero a Mohammed se le veía bastante cansado y pensativo. Toda persona tiene un límite de frustración. Murmuró lo que pareció una regañina a su hijo, Barak, que surgió de la vivienda RHU con unas sandalias en la mano.
Se suponía que yo tenía que probármelas para ver si teníamos el mismo número de pie. Lo tenemos. Me quedaban bien. Me dijo que las había comprado la semana pasada y que le estaban molestando, que ya no las quería. Yo le seguí la corriente, consciente de que todo aquello era una historieta y consciente también de que no había forma de eludir el regalo que me estaba ofreciendo. Intenté negociar con un intercambio por mis sandalias Teva, que ya llevan andado lo suyo, así que no era un negocio muy justo; además pensaba dejarlas en el campamento de todas formas. En cualquier caso, fue en vano.
Mohammed me acompañó dando un paseo hasta la zona chai, donde tuve que decir otro adiós, a Amina. (Aquella mañana, Amina y yo habíamos sobrevivido a una estampida de chai, sirviendo té a toda pastilla a una masa de gente que consumió los cincuenta litros en menos de quince minutos).
Amina me saludó desde lejos, aún atareada con otra cosa y, cinco minutos más tarde, se acercó. Ya acostumbrada a estas alturas a las despedidas de los voluntarios, me estrechó la mano y dijo “Hasta pronto, hermano mío”. Evitamos el contacto visual. Y luego me dio un abrazo. Sí, un abrazo. Y hablamos de una mujer musulmana muy correcta. No abraza a hombres que no son familia. Pero a mí me concedió el trato familiar.
No lloré hasta que no salí del campamento, pero las lágrimas están volviendo mientras escribo estas palabras. Amina tiene su entrevista en Atenas a finales de agosto. Hasta entonces le quedan muchos voluntarios de los que despedirse. Hay muchos voluntarios de largo plazo que terminan su periodo en Kara Tepe durante las próximas semanas.
Es muy fácil marcharse. Echo muchísimo de menos a mi familia. Pero también es muy difícil decir adiós. Hay mucho de culpabilidad por síndrome del superviviente. ¿Por qué yo sí y ellos no? Son personas normales, buenas, pacíficas, con unas vidas puestas patas arriba. Por cada historia que he contado en estas crónicas, hay otras diez que no he podido relatar.
Durante una visita de aprovisionamiento que hice a Wal-Mart antes de venir aquí, en la sección de ofertas a un dólar encontré unas lamparitas a pilas que se enganchan en la gorra. Las he usado durante mis turnos nocturnos, con aires de oficialidad. Le di una a Amir, uno de los adolescentes que ha estado ayudando constantemente, echando una mano en la zona chai y traduciendo para nosotros del árabe y del kurdo. Le encantó. Tiene dieciséis años. Hace poco menos de dos años, Daesh decidió eliminar a los yazidíes del norte de Irak y empezaron con el hogar de Amir, la ciudad de Sinyar, tan antigua que aparece en los mapas romanos.
Tengo un hijo de catorce años, Johnny, al que le encantan estos artilugios, igual que a Amir. Espero que Johnny nunca tenga que quitarle un rifle Kalashnikov a un cadáver para luchar por su hogar y cubrir la huida de su familia de un ejército de saqueadores, que fue precisamente lo que hizo Amir en agosto de 2014. También confío en que este adorable crío, con un corazón enorme, encuentre un lugar donde pueda seguir yendo a la escuela y conseguir su lugar en la vida. Y rezo por que Dios no permita que el racismo y el rechazo amarguen su alma, que la gente lo juzgue como el admirable joven en que se ha convertido, que estén abiertos a escuchar su increíble historia, y que la compasión los conmueva cuando lo hagan.
No me quedaban fuerzas para más adiós. Salí caminando del campamento, con una ligera despedida a los guardias de seguridad griegos, que siempre están con chistes, y enfilé la carretera. Casi a mitad de camino, caí en la cuenta. En ese momento, probablemente había andado ya todo un kilómetro con las sandalias de Mohammed, unas sandalias que desde el fondo de mi corazón sabía que nunca me pertenecerían realmente.
Un kilómetro en sus sandalias. ¿De esto trataba toda esta experiencia? Sé que en los días y semanas venideros, de vuelta a mi vida real y al comienzo del curso escolar, habrá tiempo de repasar esta espiral de emociones en la que nadaba de vuelta de Kara Tepe. Pero sé que el meollo de lo que he aprendido estaba atado a mis pies, ahora callosos después de tantas ampollas.
Había venido a Lesbos para ver una situación de primera mano y para aliviar el sufrimiento de otros. Había trabajado para una gran organización que ahora va a abrir un nuevo frente encargándose de otro campamento, Agios Andreas, cerca de Atenas. En mi mente, había venido como acto de generosidad. Ahora me marcho habiendo recibido mucho más a cambio.
No quisiera terminar esta crónica con el cliché de que dar es mejor que recibir. No. Lo que es mejor que todo es el encuentro, en el sentido que tan elocuentemente y tan ejemplarmente ha explicado el papa Francisco a menudo. Vine a encontrarme con personas y dejar que ellas se encontraran conmigo. Esta crisis de refugiados no va de estadísticas o análisis o políticas, va de personas. No va sobre árabes y yazidíes y afganos. Va sobre Mohammed y Faris y Shahab y Amir y Fayez y Ramy y Hatima… y cientos de nombres más.
Cuando salí del campamento todas las unidades de viviendas de refugiados RHU estaban ocupadas. Capacidad máxima. Están planeando construir trescientas RHU más en el próximo mes, o algo así, porque después del descenso en verano, la oleada de humanidad fluirá de nuevo libremente durante el otoño.
Lo que estas personas quieren no es una limosna. Quieren la oportunidad de empezar una nueva vida. Quieren la oportunidad de reconstruir lo que han perdido y lo que les han arrebatado con violentas manos.
Cada vez que oigas hablar de este asunto en las noticias o en cualquier otro sitio, intenta imaginar que te esté pasando a ti. Esta gente no hizo nada para merecer este exilio. Intenta caminar un kilómetro en sus zapatos.
Con gestos de amistad que trascienden las fronteras, las razas y los credos, tal vez incluso ellos puedan ofrecerte las sandalias para el camino.