En la armadura del guerrero de la cotidianidad conviene dejar aunque sea pequeños huecosLos momentos de la vida. En el parque veo a un niño de tres años de edad corriendo detrás de un perro dos veces más grande que él mismo, y cuando le alcanza, abraza su cuello peludo y grita “¡Brunooo!”. En la pantalla veo a una madre abrazando a su hija adulta: “Tu ausencia llenó toda mi vida”. Después de más de 20 años de separación es notable la ternura de este momento. “Tú siempre sabes cómo animarme”, oigo unas cálidas palabras de agradecimiento. Una mirada afectuosa, una suave caricia, una declaración sentida.
La ternura. El diccionario explica que esta palabra se refiere a alguien con amor, sensibilidad, compasión. ¿Necesitamos ser tiernos cada día? Porque hoy está mejor visto ser duro, firme, fuerte, saber exactamente lo que se desea y esforzarse en la realización de estos planes, para tener éxito.
La ternura en este entorno parece una pérdida de tiempo. Parece innecesaria, desconcentra. Incluso, el poeta polaco Zbigniew Herbert sugiere: “¿Qué puedo hacer contigo, ternura? (…)Deberías dormir cerrada en una mano, al fondo del ojo, ese es tu sitio, que nadie te despierte”.
Porque, ¿para qué necesitamos tanta sensibilidad? ¿Para emocionarnos, para que fluya una lágrima por la mejilla? ¿Para que piensen (¡no, por favor!) que soy un blandengue? ¿Acaso, no me “mola” el éxito profesional, la perspectiva de unas vacaciones de dos semanas en la playa con arena blanca y tan fina como el detergente en polvo? ¿O llenas de admiración -mezcladas con un pizca de envidia– las miradas de las vecinas, “¡nooo… como de costumbre, la casa de usted está tan limpia, y aún queda una semana hasta que empiecen las fiestas!”? ¡La vida!
Es que, después de todo, piso fuerte en la vida. No me emociona una telenovela empalagosa ni ninguna tontería escrita con una letra bonita colocada encima del escritorio de mi compañera de trabajo.
Y lo que pasa con toda esta ternura es que, si hay que expresarla, ¿será con un niño discapacitado, o con un cachorro, o con una anciana (siempre que sea amable, no esté de mal humor y no haga críticas)?
Pero ¿no será con los hijos adultos? ¿Ni con el marido, que tarda ya tres meses con la limpieza del garaje? ¿O con tu mujer que te reprocha constantemente que, en su opinión, deberías ganar más? ¿No con los padres, que preguntan todo el tiempo cuándo finalmente te vas a casar? ¿No con tu superior, cuya única forma de elogio es abstenerse de hacer comentarios?
¿Y ser tierno con uno mismo? Poner la mano en el corazón, decirse a sí mismo: no es fácil para mí, soy débil, necesito un abrazo… ¿Podrías admitirlo delante de ti mismo? Era difícil hasta para mí misma, mostrar la ternura y recibirla. También ocurre que nos sentimos casi avergonzados cuando alguien nos dedica su atención siendo amable y tierno.
Y sin embargo, la necesitad de la ternura – al igual que de la aceptación, seguridad, de pertenencia al grupo– la llevamos dentro de nosotros desde el nacimiento y cuando no se satisface, se inhibe nuestro desarrollo emocional.
Es famoso el experimento de Harlow de principios de los ’60. Un pequeño mono fue colocado en una jaula con dos modelos de madre. Uno de ellos estaba hecho de alambre y llevaba sujeto un biberón con leche, el otro modelo no llevaba leche pero estaba hecho de una tela suave. El monito casi todo el tiempo abrazaba a la madre de tela, “manteniendo el contacto” con la madre de metal sólo durante los breves momentos cuando tenía hambre. Cuando el bebé de mono creció, no fue capaz de establecer relaciones con los demás.
Entonces, ¿para que necesitamos la ternura? Para que podamos a mostrar nuestros sentimientos sin miedo, el uno al otro. Todos los sentimientos.
Ninguna construcción metálica satisfará el hambre emocional. En la armadura del guerrero de la cotidianidad conviene dejar aunque sea pequeños huecos. A menudo tenemos miedo porque podemos cerrar fácilmente ese pequeño hueco y herir lo suave de debajo. Pero, la armadura perfectamente soldada realmente encarcela, no protege.
El fotógrafo Tadeusz Rolke admite sentir ternura por el mundo. Se alegra cuando el público se deleita con su trabajo y cuando a él le cautiva la vista del paisaje de la foto. Según él, esa admiración, ese momento de la ternura le ayuda a convencerse a sí mismo de que aún debe vivir un poco.
En mi opinión, esos momentos de ternura o de sensibilidad significan el reconocimiento de esta “debilidad” que a su vez informa que no soy un cyborg, sino un ser humano, blando y propenso a las lesiones.
Y una cosa más. Un niño pequeño no tiene ningún problema para buscar de atención de caricias, abrazos, cumplidos. Ni con su expresión: se acercará espontáneamente, se abrazará o empezará a dar besitos. Sin darse cuenta, nos enseña la reacción más natural del mundo. No sin razón, el 25 de diciembre nos reunimos con un recién nacido.