Cada caso es diferente, pero aquí un par de consejos generales
Que irrumpa alguien durante la celebración eucarística para interrumpirla de malas maneras es algo, por desgracia, bastante frecuente. Lo más frecuente es que sea un borracho. Otras veces es un desequilibrado.
Un colega mío –por poner un ejemplo- estaba a punto de iniciar la homilía en la misa dominical cuando se oyó un fuerte grito: ¡Soy el profeta Jeremías!”.
La pregunta surge sola (y, de hecho, hemos recibido más de una consulta al respecto): ¿cómo hay que reaccionar?
La respuesta no es sencilla. En realidad, no hay respuesta, o más bien tendría que haber una respuesta para cada caso.
Depende de quien sea: si es conocido o no, si es inofensivo o no. Depende de quien asista a misa, si el sacerdote cuenta con ayuda o no. Depende de la habilidad del sacerdote y de quienes le puedan ayudar.
En la vida no hay recetas para todo, de forma que en muchas situaciones –como la que aquí consideramos- la prudencia debe sopesar las posibilidades y señalar qué es lo más oportuno en cada situación concreta.
Aquí no puedo hacer más que dar un par de consejos generales, que me parecen interesantes.
El primero consiste en que es preferible no enfrentarse al alborotador, sino más bien intentar que se vaya con diplomacia e ingenio, y en cierto modo siguiéndole la corriente.
En el ejemplo anterior, el sacerdote, ante la irrupción de “Jeremías”, sin inmutarse le contestó: “Vale, Jeremías, pero déjame hablar, que yo he llegado primero”.
Al parecer la respuesta desconcertó a esa persona, y, ante lo que debió entender como un reconocimiento implícito de su identidad de “Jeremías”, se calló y la ceremonia siguió sin contratiempos.
Hubo un caso parecido en otro pueblo del país, y el sacerdote quiso echar personalmente al profeta; el resultado fue que la trifulca acabó como noticia en los periódicos locales.
Enfrentarse al alborotador es ponerse a su nivel –eso sí, con la mejor de las intenciones-, y eso es un error; él no tiene nada que perder, los demás, y en particular el sacerdote, sí.
Hay que actuar con inteligencia y sensatez, que es donde se tiene ventaja, y donde se puede uno desenvolver con la necesaria elegancia.
Con todo, el ejemplo anterior no constituye una solución óptima, y aquí es donde surge la segunda recomendación. Lo mejor es que sea un feligrés, y no el sacerdote, quien se encargue directamente del problema.
Si se trata de un borracho, algún asistente puede acercársele sonriente y decirle algo así como (en versión mexicana): ¡Vámosle, compadre, que le invito a algo!, mientras lo saca suavemente del templo. Una vez fuera, no se trata de que tome más alcohol (la invitación resulta que era a agua o coca-cola), pero como ya no hay gente ante quienes envalentonarse, pues no lo hace.
Lo que sí puede y conviene que haga el párroco es preparar a algún feligrés que le ayude en este tipo de circunstancias.
Puede haber casos distintos, como por ejemplo un grupo de gamberros. Pero en un caso así, lo más práctico es interrumpir mientras acude la policía, a la que habría que llamar inmediatamente. Una vez desalojados, se continúa como si nada hubiera sucedido.