Hace cincuenta años que Arthur Penn llevó a la pantalla las andanzas de la legendaria pareja de atracadores que catapultó a Faye Dunaway como actriz y consagró a Warren Beatty, quien también fue el productor del film. La obra de Arthur Penn, compuesta por algo más de una decena de largometrajes, se constituye en su conjunto como uno de los grandes mosaicos fílmicos sobre la realidad norteamericana en el que reflejó a través de una mirada crítica las miserias y contradicciones de una sociedad heterogénea —por la confluencia de numerosas nacionalidades—, que se sustentó en la violencia desde sus orígenes, con el genocidio del auténtico norteamericano, el indio, y que la literatura y el cine se encargaron de mitificar. Una sociedad que, a pesar de sus ideales, como el tan publicitado American way of life, se sumió en un profundo desencanto a partir de la década de los sesenta a causa de sus numerosos conflictos como la segregación racial o la guerra del Vietnam.
Si bien en el cine de los años cincuenta la figura del héroe de antaño comienza a transfigurarse en la de un ser doblegado por sus conflictos internos —como muestra la serie de westerns que protagonizó James Stewart bajo la dirección de Anthony Mann o la primera película de Penn como director, El zurdo (The left handed gun, 1958), en la que Paul Newman encarnaba a Billy el Niño—, en los sesenta la épica se transforma en la estética de un mundo que cambia demasiado deprisa, poniéndose de manifiesto la constatación de un fracaso, el del propio sueño americano que al final tan sólo fue eso, un sueño, como sugiere el propio Penn en Pequeño Gran Hombre (Little big man, 1970).
En esta misma tesitura crítica, el cineasta retrata la hipocresía y la mezquindad de una sociedad rural bajo la idílica fachada del nuevo estilo de vida en La jauría humana (The chase, 1966), los efectos del conflicto de Vietnam en El restaurante de Alice (Alice’s restaurant, 1969) o las consecuenias de la Gran Depresión en Bonnie and Clyde (1967), un film que contó también con la presencia en el reparto de unos por aquel entonces desconocidos Gene Hackman, como hermano de Clyde, y un Gene Wilder en su primer papel para la gran pantalla.
Escrito por David Newman y Robert Benton —quien después dirigiría títulos como Kramer contra Kramer (Kramer vs. Kramer, 1979)—, Bonnie y Clyde narra el itinerario criminal de Bonnie Parker y Clyde Barrow, entre 1932 y 1934, y cuyas andanzas, magnificadas en parte por la prensa, cautivaron a una población que, devastada por la recesión económica, personificó en ellos su descontento hacia un sistema que les había arruinado. De hecho, la historia marca en cierta manera el final de un período, enfatizado en determinados instantes por la presencia de algunos carteles electorales de Rooselvelt quien, al iniciar su mandato en marzo de 1933, pondría en marcha su programa, el New Deal, para hacer frente a las secuelas de la Gran Depresión.
Además de sus numerosos matices, en el film hay otra paradoja muy actual y que es el ansia de notoriedad que manifiesta la pareja, conscientes a su vez del interés que despiertan sus actos delictivos. Incluso en otra secuencia, cuando W. C. Moss (Michael J. Pollard), el miembro más joven de la banda, es recriminado por su padre, este le llega a reprochar el hecho de que ni tan siquiera aparezca su nombre en los periódicos.
Sea como fuere, con ciertos influjos del cine europeo —al parecer, los dos guionistas eran fervientes admiradores de Al final de la escapada (À bout soufflé, Jean–Luc Godard, 1960) y Jules y Jim (Jules et Jim, François Truffaut, 1961)—, Arthur Penn concibió un denso y sobrio relato sobre dos vidas al límite en el que equilibró a la perfección el tono romántico de la historia con las explosiones de violencia marcando, a su vez, nuevas líneas estéticas y conceptuales que influirían en el cine americano posterior. Una crónica negra que forma parte de esa mitología que siguió cimentándose a través de la violencia.