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Cuando los hijos se van, el nido se queda vacío

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Luz Ivonne Ream - publicado el 04/03/17
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Sea cual sea la razón por la que los hijos se van de casa, este hecho siempre duele

Cuando los hijos son pequeños pareciera que el tiempo nunca pasara. Es tanto el esfuerzo que hay que invertir en ellos que creemos que la solución a nuestro cansancio es que el tiempo pase rápido y sean mayores lo más pronto posible. Absurdamente, nos enfocamos en la idea de “¿cuándo será que mis hijos crezcan?” ¡Cuántos padres dijimos: “me urge que mis hijos ya sean grandes para tener más tiempo para mí”! Y un día, el tiempo nos concede ese deseo. Sin darnos cuenta, ni cómo ni en qué momento, ese bebé que apenas ayer salía del vientre y que papá y mamá enseñaron a gatear, hoy ya vuela, no camina, ni corre, ¡vuela!

¡En qué momento se fue la vida! Los hijos están listos para irse. Quizá ya se fueron. Se siente una mezcla extraña de melancolía y satisfacción, de tristeza y júbilo, de desolación y gozo. No sé qué es, sólo sé que duele el alma, y mucho. Los hijos se van y no vuelven al nido.

Aunque es ley de vida, son de esas leyes que la cabeza entiende, pero el corazón no acepta, o por lo menos no tan fácil. Pareciera que estamos preparados para esto porque es lo natural, es la regla. Pero no. Tratas de minimizar el dolor con pensamientos positivos, y sin embargo, el pesar sigue. Piensas que es normal sentir eso.

De repente nos sentimos culpables y hasta egoístas por -valga la redundancia- sentir lo que sentimos y mejor nos lo callamos porque creemos que no es nuestro derecho llorar porque los hijos se hayan ido.  Tampoco compartimos nuestro pesar pues no salta la persona que minimiza nuestra sensación y nos dice: “¿Querías a tus hijos para ti o que se quedaran para siempre en tu casa o por qué tanto drama?” o “¡Es la ley de la vida, suéltalos!”. ¡Mejor que se callen!

Porque por mucho que otras personas hayan vivido esta experiencia, sólo tú sabes lo que realmente padeces. Sólo tú entiendes la magnitud, la profundidad de desolación que tu corazón experimenta porque sólo tú amas a tus hijos con esa intensidad. Únicamente tú sabes sus historias de amor, de perdón, de reconciliación. ¡Caramba! ¡Es toda una vida compartida! Insisto, la cabeza entiende que los hijos sólo son prestados, pero el corazón no.

Tratas que tus hijos no noten en tu rostro aflicción para no hacerles sentir mal. Hay días que lo logras, hay días que no. Te encierras en tu recámara, en el cuarto más lejano para llorar, gritar, decirle a Dios que sientes impotencia de no poderles detener; que es tanto lo que les amas que les dejas ir, pero que aún así, es tanto el amor, que te duele soltarles y mucho.

¿Sabes algo? ¡Qué más da si lo notan! No finjas que todo está bien cuando sientes que el alma se te destroza y que un pedacito de tu corazón se va en ese vuelo. Muéstrales tu interior, desnuda tu alma, diles cómo te sientes, comparte y no te quedes con nada. Y si en el compartir notas tristeza en sus rostros, hazles saber que pronto estarás mejor porque justo para eso -con amor- los has educado toda una vida, para que volaran y fueran personas independientes y de bien. Diles que tú te harás cargo de tu tristeza y que simplemente te dejen llorar… sentir…

Y es que es una mezcla de emociones, de sentimientos compuestos de risa y llanto. Le ves volar y te sientes agradecido con la vida de que estén persiguiendo sus propios sueños y de que tú como padre has estado ahí para empujarles y apoyarles.

Los enormes deseos de gritarles, “¡no se vayan, quédense!”, tu cónyuge y tú se los tragan y sólo atinan a darse un fuerte abrazo con la mirada mojada en llanto. En silencio se consuelan, se toman de la mano y, sin palabras, sus corazones se confortan: “Tranquilo, amor mío, aquí estoy para ti”.

La casa se “siente” vacía, sola. Vociferas su nombre sabiendo que no habrá respuesta. La algarabía del que hasta ayer era una adolescente ruidoso y desordenado ya no se escucha más. Ya no hay a quien gritar “¡bájale a esa música de locos!” O “recoge tu recámara porque si no, no sales”.

La cocina siempre recogida, el cereal en su lugar, los botes de crema de cacahuate perfectamente acomodados en la alacena. Ya no hay quien bote ese balón por toda la casa ni quien cante en la regadera con voces de histeria. En casa sólo se escucha el silencio de su ausencia… Hasta el perro dejó de ladrar…

Dios Santo, ¡qué profunda se siente su partida! ¿A dónde se fueron los hijos? A hacer lo que es su derecho, a seguir viviendo, a conquistar sus sueños.

Como padres, jamás el deseo será quererles cortar las alas, aunque, por otro lado, quisieras que es esas alas nunca hubieran abierto para su vuelo, que siempre fueran pequeños para que tus brazos les siguieran protegiendo de cualquier miedo que pudieran sentir en la vida.

Ahora, ese deseo tuyo de que crecieran rápido desearías que la vida no te lo hubiera concedido. La razón entiende que simplemente se van a cumplir con su misión de vida, pero tu corazón y toda tu persona siguen renuentes a admitirlo y se quieren ir con ellos.

¿Y qué sigue para los papás? Por supuesto que lágrimas revueltas con risas, satisfacción, algo de melancolía y tristeza y, eso sí, un gran cambio de vida aprendiendo a vivir de manera distinta, adaptándose a las nuevas circunstancias del presente. No es el fin de tu mundo, es sólo un cambio y todo cambio genera miedo y ansiedad. Todo pasa y también esto pasará.

Un día los pajaritos aprendieron a volar, a valerse por sí mismos y dejaron el nido. Hoy el nido se ha quedado vacío.

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