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‘La princesa prometida’: pasión por la aventura y el arte de contar

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José Ángel Barrueco - publicado el 12/03/17
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Se cumplen 3 décadas desde su estreno Durante los primeros minutos de La princesa prometida vemos a un niño en cama, enfermo. Su madre anuncia que su abuelo acaba de llegar de visita. Ese abuelo (Peter Falk, maquillado de viejo) trae consigo un libro: al igual que años después sucedería en Pulp Fiction con el reloj de oro de Christopher Walken, aquí el anciano explica que ese libro se lo leía su padre y él se lo leyó a su hijo (el padre del muchacho) y ahora le toca al niño el turno de escucharlo.

Lo que se propone el abuelo es encandilar mediante la lectura a su nieto, algo que no será fácil cuando éste sólo quiere deportes y televisión. Pero la historia que va a leerle incluye esgrima, peleas, venganza, gigantes, huidas… En la novela, escrita por el propio guionista, William Goldman, el crío dice: Lo que ocurrió fue simplemente esto: la historia me enganchó. Y, cuando una historia bien contada engancha, se lo debemos al poder de la literatura. Porque la maestría de esta película reside en Goldman, uno de los mejores guionistas de Hollywood (Harper, Dos hombres y un destino, Todos los hombres del presidente, Marathon Man…). El arte de narrar en esta historia alberga un doble propósito: engatusar al niño y sorprender a los espectadores. Y lo consigue.

Cuando se estrenó La princesa prometida fue un fracaso de taquilla. En el reparto no había estrellas, salvo Peter Falk y Billy Cristal, tan ocultos por el maquillaje que no era fácil reconocerlos. Y pocos entendieron qué estaban vendiendo los productores: ¿comedia?, ¿aventuras?, ¿romance?, ¿capa y espada? Lo cierto es que el filme es todo eso y mucho más, pasado por el filtro de la parodia y el homenaje. Homenajear parodiando es una de las empresas más dificultosas para cualquier narrador, algo que sólo está al alcance de muy pocos (pensemos en los Coen o en Tarantino).

Con los años, The Princess Bride ha ganado miles de seguidores gracias al vídeo y a la televisión, convirtiéndose en un producto de culto, tanto que incluso hoy podemos encontrar tazas, muñecos y camisetas con frases de la película (Hola, me llamo Iñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir). Los personajes principales son ya iconos de la cultura pop: Westley, Buttercup, Fezzik, Vizzini… forman parte de nuestro imaginario, y numerosos fans nos sabemos de memoria algunas sentencias de la película: No pretendo ser curioso, ¿pero no tendréis por casualidad seis dedos en vuestra mano derecha? / ¡Inconcebible! / ¿Crees que lo conseguirán? ¡Haría falta un milagro!

Rob Reiner, que entonces pasaba por su mejor momento (acababa de adaptar Cuenta conmigo y luego dirigiría Cuando Harry encontró a Sally), fue capaz de mezclar los ingredientes del guión original de Goldman para ofrecernos un filme cómico de amor y aventuras que nos hace reír desde el principio. Cada capítulo que Falk lee a su nieto nos depara una sorpresa nueva, de tal modo que nunca faltan el suspense ni los peligros: los Acantilados de la Locura, la batalla de ingenio, el Pantano de Fuego, el Milagrero Max, el Príncipe Humperdinck, etcétera.

Lo más encantador es que la película nunca se toma en serio a sí misma, incluso le resta algo de la gravedad que sí tenía a veces la novela. Un filme tan entusiasta, tan esperanzador, sólo podía hacerse en los 80. La princesa prometida simboliza de algún modo una infancia: la infancia de todos aquellos a quienes nuestros antepasados (o quien fuera) nos contagiaron su pasión por la lectura, por esas historias de aventuras que devorábamos en cama, de noche, sanos o enfermos.

 

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