El Mandela, el restaurante donde jóvenes africanos se convierten en expertos hostelero
Probar los platos típicos de la cocina subsahariana después de dar un paseo por el centro de Madrid no solo es un regalo al paladar. El comensal también aporta su granito de arena a la empresa de inserción social de la Fundación Amoverse, de la Compañía de Jesús, que da la oportunidad de formarse en el mundo laboral a jóvenes africanos. Bienvenidos a El Mandela, el restaurante que hasta el cardenal Osoro ha recomendado a los periodistas.
Son las 20:30 horas de una noche de viernes en el centro de la capital. Al lado de la turística plaza de Ópera, cuatro subsaharianos se preparan entre fogones para ofrecer a los foodies madrileños una carta selecta de platos típicos de varios países africanos. «Aquí tenemos recetas de Nigeria, Camerún, Senegal, Costa de Marfil, Angola… Eso sí, todos con mi toque», bromea Martín, camerunés y chef de El Mandela. Lo de su toque no es baladí: la salsa picante que se ha inventado ha trascendido las fronteras. «Un empresario estadounidense me dio un diploma por ella y quiso que me fuera con él, pero prefiero España», asegura.
Una vez que cruza la puerta del restaurante, el comensal no sólo disfrutará de la experiencia de saborear carpaccio de cocodrilo, el attiéké –yuca seca con carne o pescado– o el famoso ndolé, el plato favorito del cocinero. «Venir a El Mandela es también una experiencia, porque los camareros te van explicando qué es cada plato y por qué lo hemos elegido para formar parte de la carta. Pero sobre todo, venir a este restaurante significa apoyar a Amoverse, una empresa de inserción social promovida por la Fundación Amoverse y gestionada por los jesuitas, que da la oportunidad a muchos jóvenes subsaharianos de tener una experiencia laboral que les permita acceder a un puesto de trabajo», dice el jesuita Francisco Ángel, gerente del restaurante.
El contable camarero
El cliente se sienta bajo una insignia que resume las vidas de los trabajadores de El Mandela: «Nunca debería ocurrir que esta tierra hermosa experimente la opresión de una persona por otra». Ese es uno de los motivos por el que Durán, el camarero que explica con dedicación el fufú de ñame con sopa de okro, se marchó hace cuatro años de Camerún. «Tengo una licenciatura en Contabilidad, pero en mi país no encontraba trabajo. Solo unos pocos acceden al mercado laboral», cuenta a la periodista mientras limpia con afán la cubertería. Todo tiene que estar listo para la mesa de 20 comensales que han reservado para esta noche. Durán, que cumple en un mes 31 años y lleva cuatro y medio en España, ya tiene los papeles en regla –en tiempo récord si se compara con otras personas que llevan diez o doce años esperando– y está terminando un grado superior en Hostelería. «Con notazas», añade el jesuita Francisco Ángel, orgulloso.
Un final feliz el de Durán, aunque con un inicio complicado, ya que la primera vez que intentó cruzar de Nador a la costa española, un trayecto que dura casi un día, se quedó a la deriva durante horas en pleno invierno. «Jamás había sentido tanto frío», reconoce el chico, acostumbrado al cálido Camerún. Perdidas, 50 personas que ni siquiera sabían hacia qué dirección tenían que navegar, vieron escapar su sueño de llegar a tierra europea cuando se dieron cuenta de que habían regresado de nuevo a Marruecos. «Nos llevaron de vuelta a Nador», recuerda el camerunés. La segunda patera corrió mejor suerte. Esta vez el chico hizo la ruta corta, desde Tánger a Tarifa.
«Logramos cruzar y la Guardia Civil nos llevó al Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE)». Meses después, gracias a una ONG, Durán llegó a Madrid, conoció a los jesuitas, empezó a compartir piso con ellos en La Ventilla y ahora está camino de ser un experto hostelero. «Y eso que no me gustaba mucho la cocina», reconoce.
El toque irremplazable de Martín
Interrumpo sólo unos minutos al concienzudo chef Martín. No es fácil sacarle de la cocina, donde se concentra junto con el tercer mosquetero, Diaka, su ayudante maliense que saltó varias veces la valla en Ceuta, para que el djansang –arroz con bacalao acompañado de salsa de semillas del árbol del djansang– sea del agrado de los visitantes.
«Me gusta que la gente coma bien», sentencia en un español todavía poco afianzado, aunque lleve cerca de 17 años en este país. «Cuando tenía 9 años vivía con mi abuela en Camerún. Un día ella volvió de trabajar en el campo y estaba especialmente cansada, así que me empujó la calabaza donde guardábamos los condimentos para cocinar. Elegí varios, los eché en el cazo y el resultado fue espectacular», presume. «Desde entonces, mi abuela me pedía a mi que eligiera las especias».
Esa mano perdura a través de los años, pues todas las recetas de El Mandela están retocadas por Martín, que asegura tener una relación especial con la sal. «Sé perfectamente, sin probar la comida, cuánta sal tengo que echar», afirma con orgullo. La que suscribe da fe de ello.
Martín salió de su Camerún natal «con un billete de avión y los papeles en regla». Viajó a Francia para trabajar allí, pero «no me acostumbré al país», así que tras pasar unos meses por Bélgica llegó a España, «con sus bonitos paisajes y gente amable que te acoge en sus casa».
Trabajó doce años en la construcción para conseguir dinero y enviar a sus hijos a la universidad belga. Lo consiguió. De hecho, el mayor tiene dos carreras y habla cinco idiomas. Pero la verdadera vocación de Martín era la cocina, vocación que pudo desarrollar cuando conoció el proyecto de El Mandela.
Ahora, además de chef, es el encargado de que los jóvenes que pasan por el restaurante aprendan a la mayor brevedad. «Este es un lugar de paso, los chicos están aquí entre seis meses y tres años, porque nuestro objetivo es funcionar como un entrenamiento para jóvenes subsaharianos, que tienen muy complicado ahora mismo acceder a un puesto de trabajo. Pero con experiencia previa, la cosa cambia», recalca el jesuita y gerente.
Completa el equipo el benjamín, el también camerunés Ludovic, que con tan solo 26 años –aunque él dice con resignación que es muy mayor– ha pasado por la experiencia de vivir durante meses en la calle. «Pero no me quejo, hay gente que sufre más que yo», sostiene. Salió de su país a regañadientes, «porque tenía que ayudar a mi familia». Ahora es otro de los camareros de El Mandela. Habla poco, pero su sonrisa lo dice todo. Apura la periodista la infusión de flor de hibisco y hasta la semana que viene, que ya tiene una reserva para volver a cenar.
Nota: Reportaje de Cristina Sánchez publicado en Alfa y Omega el 9 de marzo de 2017