Son necesarios 9 meses de embarazo para asimilar y aceptar nuestro cuerpo cambiado, pero bastan algunas horas después del parto para detestarloDurante el embarazo, a todas termina por gustarnos nuestro cuerpo en mayor o menor medida, a pesar de las imperfecciones. En general, somos indulgentes con nosotras mismas. Pero después del parto pasa una cosa extraña. Es como si alguien encendiera en nuestro cerebro el programa “mamá fitness”.
Embarazada tanto de mi primer hijo como del segundo, me sentía bendecida (dicho de otra forma, feliz) pero gorda (dicho de otra forma, sobrecargada). Llevar dentro de mi cuerpo a un ser vivo supuso para mí una experiencia sobrenatural. Durante mis nueve meses de embarazo viví en un estado permanente de milagro.
Las pataditas que deforman el vientre, el hipo, los latidos de su corazón, las ecografías donde intentamos encontrar el más mínimo parecido: todo confiere una energía fenomenal.
Sabía que no venía de mí, que era un regalo. Había engordado y, por primera vez, estaba orgullosa de ello. Lucía con alegría mi vientre y lo inmortalizaba, mes a mes, con fotografías. A pesar de los varios kilos de más, me sentía sexy. Me miraba en el espejo y me veía bien con la ropa que marcaba mis curvas de mujer encinta. Bendecida, esa es la palabra exacta.
9 meses de transformaciones brutales
Sin embargo, esos nueve meses tuvieron también su aspecto oscuro. Las primeras semanas solo fueron vómitos y náuseas. Articulaciones doloridas y dolor de espalda. Ardores y pesadez de estómago. Los pies hinchados y el cuerpo que se deforma. De ahí la impaciencia por dar a luz cuanto antes.
No creo que sea la única en sentirse al mismo tiempo afortunada y agobiada. El embarazo y el parto son momentos de nuestras vidas de mujer en los que perdemos el control de nuestros cuerpos. Nuestros cuerpos se someten a unas transformaciones brutales sobre las que no tenemos ningún dominio.
A pesar de todo, mientras el vientre de la mujer esté ocupado y cumpla con su función de ser el entorno más seguro del mundo para su pequeño inquilino, somos capaces de querernos y de querer a nuestro cuerpo a pesar de las imperfecciones. Somos capaces de ser indulgentes con nosotras mismas.
Luego salimos de dar a luz en el hospital y ya nos consideramos como esas heroínas que han dado vida a un ser humano. Nuestra mirada se detiene sobre nuestro vientre flácido que ya no sentimos ganas de acariciar con ternura. Los muslos redondeados, las varices y el desorbitado número que aparece cuando nos pesamos terminan por minar lo que quedaba de nuestra autoestima.
Nuestro cuerpo ahora nos resulta un ser extraño, distante y no deseado. Miramos las fotos de antes de nuestro embarazo y nos ponemos como objetivo volver a ese cuerpo de antes.
Aceptar el cuerpo posparto
Hoy, con perspectiva, me encantaría decir: querida madre reciente, no te empecines en querer volver a tu estado anterior. Estás más hermosa que nunca.
Entiéndeme bien. Puedes, si tienes ganas, esforzarte en perder algunos kilos, pero únicamente para preservar tu salud. Las varices, también se pueden cuidar, pero por tu comodidad. En cuanto a tus pechos, existen medios muy eficaces para remodelarlos.
Pero por mi parte, te animo a que, desde este momento, quieras a tu cuerpo tal y como es. Me encantaría que lo miraras como el material de una historia increíble, el material sobre el que se ha narrado el más hermoso de los relatos. Has conseguido una cosa que ni siquiera Einstein podía imaginar hacer. Has llevado vida en tu interior. ¡Has traído al mundo a un ser humano! Tu cuerpo se ha convertido en el lugar de un milagro. Ámalo. ¿Quién mejor que tú para quererte como eres?