El director de Blancanieves y la leyenda del cazador ha intentado adaptar el filme de Mamoru Oshii, pero no ha sabido colocarse a su alturaNo se puede entender el fenómeno del anime, y la profundísima huella cultural que dejó su popularización en Occidente a lo largo de los 90 –sirviendo, además, de cuña para facilitar la llegada del manga, que tardó un tiempo más en cuajar–, sin dos largometrajes tan fundamentales como Akira y Ghost in the Shell.
Sendas visiones en clave de ciencia-ficción del posible futuro de Japón que captaron la atención del público joven, pese a dejarlo descolocado con la complejidad de sus trazados argumentales, gracias al potentísimo imaginario visual que desplegaban en ellas, respectivamente, Katsuhiro Otomo y Mamoru Oshii.
Esto que ha alimentado, de forma reconocida o no, a decenas de creadores que, a lo largo de las décadas siguientes, se han acercado a los dominios del cyberpunk y de los relatos postapocalípticos.
Era inevitable, pues, que Hollywood, hambrienta de franquicias, se interesara por llevarse a su terreno ambas ficciones. Así que muchos directores, y otros tantos guionistas, han coqueteado a lo largo de los años con la idea de occidentalizar unos relatos, en realidad, profundamente japoneses, sin soliviantar en exceso a los fans de las películas originales.
Ha sido, sin embargo, el trabajo de Oshii el primero en experimentar dicho trasvase, a manos del británico Rupert Sanders, en Ghost in the Shell: El alma de la máquina, una relectura del anime de 1995 –con ecos del manga de Masamune Shirow en que aquél se basaba– que opta por quedarse con algunos de sus hallazgos visuales más reconocibles y, en cambio, construir una historia que toma unos cauces, tanto argumentales como morales, muy distintos a los de su material de partida.
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De hecho, cabría preguntarse qué han entendido del largometraje original la miríada de guionistas que han pasado por el proyecto –solamente están acreditados Jamie Moss, William Wheeler y Ehren Kruger, pero unos cuantos más han escrito sus propias versiones–, cuando el resultado final parece más un remake de Robocop que una nueva adaptación de la obra de Shirow.
Y no me refiero, que también, a la estructura argumental, y algunas ideas de guión que no estaban para nada en el filme de Oshii –ya no hablemos de la reinterpretación que hace la película de los robots heptápodos del dibujante original, sospechosamente similar a los ED-209 de la película de Paul Verhoeven–.
Me refiero a que elude la compleja reflexión que hacía Oshii sobre lo que nos define como seres humanos, y que se adelantaba muchos años a la integración de la tecnología dentro de nuestras vidas, optando en cambio por un discurso mucho más simple y más superficial en defensa del pensamiento individualista.
Lo más interesante, de hecho, de Ghost in the Shell, son los breves fogonazos, tanto visuales como argumentales, directamente captados del largometraje de Oshii.
El resto no es más que una pálida copia del original –nunca mejor dicho, porque jamás se atreve a ir más allá de la superficie, de aquello que lo hace reconocible a primer golpe de vista– que intenta sostenerse sobre un diseño de producción espantoso y, lo que es peor, unas secuencias de acción mal planificadas y peor rodadas.
Da la sensación de que tanto Sanders como los responsables de la segunda unidad rehúyen de la influencia de Matrix con resultados más que dudosos. Ojalá todo el proyecto estuviera a la altura de la espléndida banda sonora de Clint Mansell, que alude con más eficacia y más inteligencia a Blade Runner que cualquiera de las tibias ideas dispersas por el metraje.