Edgar Allan Poe puede llorar solo, pero eso no va conmigo
El funeral de mi esposa fue el 6 de abril. Todo fue perfecto: la misa, la música, la gente, el cementerio y el hermanamiento tradicional de después.
Volví a casa sobre las 3:30 y me dirigí a la mesa del comedor. Miré a mi alrededor y la realidad del momento despertó escalofríos por todo mi cuerpo. Me di cuenta de que estaba solo… muy solo… y empecé a llorar.
Me desplomé sobre una silla e intenté controlar los sollozos. Hicieron falta unas cuantas respiraciones profundas, luego, inconscientemente, miré al libro que había delante de mí, un viejo libro de frases célebres. No tengo recuerdo de haberlo puesto ahí, pero así debió de ser.
Lo abrí al azar y leí la primera cita sobre la que se posó mi vista. Era de Edgar Allan Poe, que escribía sobre su mujer: “Profundo en la tierra yace mi amor, y yo debo llorar a solas”.
La leí de nuevo.
“Qué patético”, pensé. El gran escritor, según me parecía, abrazaba aquí la nada. Tristeza.
Mi insatisfacción con la frase reactivó mi cerebro y mi llanto lentamente se convirtió en una respiración profunda. Empecé a reflexionar sobre la proximidad de la Semana Santa y la Resurrección. Debería estar alegrándome.
Pero, como todos los demás, yo también soy humano. La muerte de un cónyuge deja un hondo agujero en tu interior. Cuando vuelves a casa después de que todo ha pasado, lo ves por todas partes. Así son las cosas. Estás herido y perdiendo sangre. Y lo sé de buena tinta, porque perdí a mi mujer hace 14 años por culpa del cáncer.
Poco a poco, con el tiempo, la herida se cierra. Inevitablemente deja una cicatriz invisible con la que aprendes a vivir.
Allí, en la mesa del comedor, con la frase de Poe todavía en mi mente y las imágenes de mi esposa rodeándome, me apresuré a entrar en mi ciudadela interior, es decir, mi fe católica.
Poe me había hecho darme cuenta de que yo había sido testigo de un gran viaje. Permanecí junto a Marty mientras recibía todo lo necesario de su fe católica para avanzar de esta vida terrenal a la siguiente.
Todos pasamos por un proceso de duelo cuando nos golpea la muerte de un ser querido. Pero nuestra fe, magnífica y reconfortante, puede convertirse en nuestra “fortaleza de la soledad”. Alivia el dolor. Mitiga el dolor en el estómago. Te ayuda a dormir (para mí, un rosario en la mano es más poderoso que cualquier ansiolítico). Más que nada, nuestra fe nos ayuda a encontrar un sentido a lo sucedido.
Mi esposa fue bendecida al recibir el Perdón Apostólico cuando vivía ya solo por medios artificiales. Siete días después se le retiró la respiración asistida y al día siguiente recibió la Sagrada Comunión.
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Dos días después de eso, seguía respirando ella misma, pero inconsciente. Rezamos rosarios y la Coronilla de la Divina Misericordia junto a su lecho. Sin duda alguna, ya estaba preparada para su inminente viaje.
Ahora, acabamos de vivir la Semana Santa, viajando con Cristo a través de su Pasión y muerte, y vivimos esta época de regocijo por Su Resurrección.
Este año, mi esposa podrá presenciarlo todo de cerca y en persona. Puedo ver esa gran sonrisa suya brillando por todas partes.
Así que no tengo mucho por lo que llorar, ¿verdad? Pero soy humano y estoy seguro de que se me escaparán unas cuantas lágrimas más en los días y meses por venir. Y aun así, las certezas de mi fe las secarán.