Permanece alerta ante la seducción del conformismo
No quiero perder nunca la esperanza. No quiero dejarme tentar ni seducir. Es tentadora la seducción. Los hombres me pueden seducir. La misma vida. Y hacerme creer que todo está bien. Que tengo lo suficiente. Que no hay que temer. Me seducen con una vida cómoda y fácil. Una vida de los sentidos, sin trascendencia ninguna. Es seductora la vida acomodada.
San Francisco de Asís les decía a sus hermanos en su lecho de muerte: “Hay que apurarse en comenzar de nuevo, pues aún no hemos realmente comenzado”. Casi como si no hubiera hecho nada después de haber sido instrumento para una comunidad con miles de miembros.
Y decía el padre José Kentenich: “Si queremos nadar siempre en la corriente de vida, si queremos ser marcadamente hombres del mundo sobrenatural, si esperamos la irrupción divina en nuestra vida personal y en nuestra vida de Familia, no estaremos nunca satisfechos, hasta el fin de nuestra vida. No se trata de un descontento vacilante, que desanime o paralice, sino de una disconformidad como fuerza impulsora para un anhelo que actúa y se renueva siempre de nuevo”.
No quiero perder la confianza. Quiero volver a comenzar. Siempre de nuevo. Como si no hubiera logrado nada de cuanto he hecho. No quiero vivir recordando éxitos pasados. Un historial ya caduco. Todavía no he hecho nada importante. A lo mejor nunca lo haré. Pero siempre lucharé por dejarme la vida en el intento.
Es grande la seducción de creer que ya he llegado. Como si ya hubiera pasado la línea de meta, jugado el último partido, realizado la gesta definitiva. Como si ya pudiera descansar para siempre. No me conformo con los pasos dados. Siempre quiero más. Comienzo de nuevo. Vuelvo a empezar. Vuelvo a luchar. Un día más. Una carrera más.
La vida merece la pena. Eso lo sé. Y no quiero conformarme y dejar de luchar. La seducción del conformismo es fuerte. Me hace creer que ya es suficiente. Pero nunca lo es. Sigo luchando, caminando, avanzando. Siempre puedo dar más. Les decía un entrenador de fútbol a sus jugadores: “No tolero el conformismo. La pasividad está alejada de mí”.
Cada día una nueva historia. Una nueva lucha. No puedo vivir de éxitos y logros del pasado. En el presente vuelve a jugarse la vida. Comentaba el Padre Kentenich: “Debo superarme, hasta que mi voluntad se conforme con la voluntad de Dios que manda. Esto se da por supuesto”.
Me da miedo quedarme contento con lo que he logrado. Me gusta pensar en lo lejos que estoy del ideal que brilla ante mis ojos. Quiero superarme una vez más. Brilla ese ideal que ya está ante mí como semilla. Un sueño grabado en mi alma. Un fuego que incendia mi corazón. Ese deseo de ir más lejos, de avanzar más. De sacrificarme y renunciar a muchas cosas bonitas por un amor más grande. Siempre un paso más. Sin darme por vencido. Sin perder la ilusión de vivir.
Es fácil perder esa esperanza cuando van mal las cosas. Y pensar que ya no merece la pena seguir esforzándome. El peligro del conformismo. La seducción de no hacer nada más. O pensar que no merece la pena porque es imposible alcanzar las cumbres.
No hay nada imposible para Dios. Él lo puede hacer todo posible en mí si yo me dejo. Si logro cambiar lo que hay en mi corazón. Si dejo que cambie por dentro mi corazón herido. Si dejo que lo sane y lo vuelva a hacer.
Sé que Dios “sondea lo íntimo del corazón”. Conoce mi verdad. Lo que llevo dentro. Lo que soy y lo que deseo ser. Y me vuelve a mirar con misericordia cada día. Para que no dude de mis fuerzas. Para que no me duerma en mi comodidad.
Me gusta mirar con optimismo los desafíos que me presenta la vida. Un salto de confianza cada mañana. Me abandono en las manos de Dios y me dejo hacer de nuevo. Aunque me duela. Me dejo llevar donde no pensaba ir. Aunque me siga dando miedo. Yo sólo sigo sus pasos sin temer las consecuencias. Un salto más. Un paso más. Rumbo a ese cielo que dibujo en mis ojos. Soy fiel a lo que Dios quiere de mí. A la semilla que ha sembrado en mi alma. Me gustan las cosas bellas.
Me alegra ver actos heroicos. Hombres santos que entregan su vida con generosidad. Me alegran las heroicidades que me cuentan. Me emocionan las vidas verdaderas, auténticas, llenas de verdad. Me gusta la mirada compasiva y misericordiosa. La honestidad del que lleva al extremo su entrega. La responsabilidad del que carga sobre sus hombros las consecuencias de todos sus actos y las asume.
Me gusta pensar que yo también puedo ser heroico en mi vida. Aunque a veces sienta lo que describe el Padre Kentenich: “Con frecuencia sucede en nuestras vidas: se tiene la fuerza de realizar un único acto heroico, también la fuerza de repetirlo, pero cuando ese acto debe extenderse a todas las cosas de la vida cotidiana, no es raro que se manifieste un gran cansancio”.
No quiero cansarme de ser heroico. Vuelvo a levantarme en mitad del camino lleno de confianza. Miro el horizonte ancho y me atrevo a dar el siguiente paso. Uno más. Y veo la luz del atardecer, del amanecer, desvelando la ruta. No me canso de dar la vida.
Quiero luchar más allá de las pocas fuerzas que me quedan. Espero que el cansancio no me impida volver a intentarlo. Otro acto heroico cotidiano. Uno más. Doy el sí a mi vida tal como es. Al paso de cada día. Al amor que vierto con la sencillez de los niños jugando a sus juegos de siempre.
Me conmueve esa fidelidad oculta en mitad de los silencios. Vertida sobre mi vida como un bálsamo. No tengo que hacer actos únicos que quizás Dios me pida un día. Sé que tengo que levantarme hoy para el acto vulgar tantas veces repetido de amar hasta dar la vida. Lo repito. Un día más. Lo hago. No me canso. Aunque me seduzca cansarme y dejar de hacer lo que Jesús me pide.