…y Dios la tomóHoy es un día en que los venezolanos recordamos un hecho insólito: uno de los pocos automóviles que circulaban por Caracas impactó en la humanidad del más querido médicos de todos los tiempos, José Gregorio Hernández, Siervo de Dios, tenido por santo por todos como médico de los pobres y cristiano ejemplar. Producto de ese accidente, el doctor Hernández falleció un 29 de junio de 1919, día de san Pedro y san Pablo.
Era domingo y el doctor Hernández se había levantado temprano y contento. Asistió a misa, comulgó, visitó a algunos enfermos y a las siete y treinta ya estaba en su casa desayunando. Vivía con su hermana quien le extiende la prensa del día. Así fue como se enteró de la firma del Tratado de Versalles que puso fin a la Primera Guerra Mundial.
Ese mismo día cumplía 31 años de haberse graduado como médico. En su consultorio atendió algunos enfermos, visitó el Asilo de Huérfanos de la Divina Providencia y a los enfermos del Hospital Vargas de Caracas.
Años antes había intentado ingresar a una cartuja en Italia pero su frágil salud se lo impidió. Vivió como un laico entregado a Dios desde su apostolado, haciendo de su profesión un acto diario de entrega y alabanza al Creador. Formaba parte de esa Iglesia que hoy habría gustado mucho al Papa Francisco, siempre “en salida”, para la que no existe la palabra “descarte”. El doctor José Gregorio Hernández veía a Cristo en cada semejante que buscaba alivio por sus manos.
Era, además, un reconocido profesor universitario, pionero de muchas iniciativas científicas novedosas en Venezuela para actualizar y mejorar el ejercicio de la medicina. Había estudiado en París y regresó para servir en su tierra y dedicarse, primordialmente, a los más necesitados. Y es que un médico se debe a la vida, y la paz le da dignidad.
Ese día, un amigo fue a saludarlo por el aniversario de su graduación y al verlo tan contento le preguntó las razones. “¡Cómo no voy a estar contento!”, respondió Hernández. “¡Se ha firmado el Tratado de Paz! ¡El mundo en paz! ¿Tiene usted idea de lo que esto significa para mí?”
Entonces el médico acercándose le dijo en voz baja: “Voy a confesarle algo: Yo ofrecí mi vida en holocausto por la paz del mundo… Ésta ya se dio, así que ahora solo falta…”.
A las 2 de la tarde se encamina a visitar a una pobre anciana que requería de sus servicios para la cual, previamente, había adquirido algunos medicamentos. Caminaba con rapidez para llegar a su destino y atender la urgencia. Al tratar de cruzar una calle, un auto se le vino encima y lo golpeó lanzándolo contra la acera.
“Ni él pudo ver el carro, ni yo lo pude ver a él”, relataría 30 años después el atribulado chofer Fernando Bustamante, cuya hija era también paciente del doctor Hernández. “Traumatismo de cráneo en región parietal izquierda con fatal irradiación hacia la base”, dice el parte del Dr. Luis Razetti.
Fue justamente Razetti, otro gran médico, su colega pero no creyente, quien expresó ante la tumba: “Cuando Hernández muere no deja tras de sí ni una sola mancha, ni siquiera una sombra en el armiño eucarístico de su obra que fue excelsa, fecunda, honorable y patriótica, toda llena del más puro candor y de la inquebrantable fe”.
Una conmoción inmediata sacude a la ciudad y luego al país entero. Lo velan en el paraninfo de la Universidad Central y una adolorida multitud le rinde su admiración y cariño. Pocos funerales tan sentidos se recuerdan en Caracas.
El Dr. David Lobo, presidente de la Academia Nacional de Medicina expresó así su testimonio: “¿Dónde hubo dolor que no aliviara? ¿Dónde penas que no socorriera? ¿Dónde flaquezas que no perdonara? En su pecho generoso, no germinaron nunca el odio ni el rencor…”.
Pero fue el insigne escritor venezolano Rómulo Gallegos -luego presidente de la República durante el trienio 1945-48- el que pronunció las emotivas palabras que han quedado para la posteridad en la memoria agradecida del pueblo venezolano: “No era un muerto a quien se llevaban a enterrar; era un ideal humano que pasaba en triunfo, electrizándonos los corazones. Puede asegurarse que en el pos del féretro del Dr. José Gregorio Hernández todos experimentamos el deseo de ser buenos”. Casi cualquiera en este país puede recitarlas cual si de un poema se tratara. Merecido tributo a quien Venezuela desea ver algún día en los altares.