¡Ser católico!
Cuánta grandeza en estas palabras...
Es mirar hacia atrás y saber que antes de mí tantas personas hicieron historia...
Es saber que la Eucaristía que comulgo en todas las misas es la misma que alimentó a Tomás de Aquino antes de escribir la Suma Teológica... la misma que alimentó a Antonio de Padua antes de sus oraciones... la misma que sació a Felipe Neri antes de salir en ayuda de los pobres.
Es entender que, para que yo conociera el Evangelio de Cristo, hombres valientes arriesgaron sus vidas en viajes por el mar bravo, dejando todo atrás, sin saber si llegarían al destino con vida.
Es entender que el agua derramada sobre mi cabeza el día 28 de marzo de 1993 fue el mismo Bautismo que Pablo de Tarso recibió el día de su conversión, el mismo que bañó al rey Luis de Francia, a la reina Isabel de Portugal y al pobre campesino José de Cupertino, haciendo de ellos grandes santos.
Es comprender que el sacramento del Orden, a mí conferido por Don Murilo Krieger en Salvador fue el mismo conferido por san Ambrosio al gran Agustín de Hipona... el mismo que el Padre Pío recibió en Italia... el mismo que Francisco de Asís rechazó por humildad.
Es subir al altar para celebrar el Santo Sacrificio y saber que en el pasado Luis de Montfort y Domingo de Guzmán hicieron lo mismo, vistieron los mismos ornamentos sagrados y ofrecieron a Dios la Víctima perfecta.
Es leer las cartas de Pablo, los textos de Irineo, las catequesis de Juan María Vianney y entender: todo esto fue para mí, ellos lo escribieron para mi edificación.
Es concienciarse de que el Rosario que yo rezo, a veces con prisa, fue el mismo que la Virgen María tuvo en sus manos cuando se apareció a los pastores de Fátima, el mismo que san Alfonso rezaba todos los días.
Es mirar a la Piedad de Miguel Ángel, la catedral de Notre Dame, la gruta de Lourdes, y saber: esto me pertenece, son tesoros de mi familia.
Es entrar en cualquier capilla o basílica del mundo y sentir que estoy en casa. Ahí todo me inspira.
Todo esto empezó ahí atrás, cuando Jesús reunió a 12 hombres y los envió a predicar. Ellos no imaginaban que tal proyecto resultaría en lo que vemos hoy... billones de personas profesando la misma fe.
En resumen, ser un católico consciente es la mayor alegría que el ser humano puede tener.