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¿A qué madurez aspirar para vivir en plenitud?

Paul Gargagliano | Hazel Photo

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 01/07/17
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Sin brotes adolescentes innecesarios pero con pasión, sin dejar este mundo pero viviendo en el cielo…

Quiero ser libre para decirle a Dios, a los hombres, lo que deseo, lo que sueño, lo que soy. Es como si hoy Jesús me preguntara: “¿Qué quieres que haga por ti?”. Y yo miro en mi corazón para responderle. Quiero ser reflejo suyo entre los hombres. Quiero ser amado por Él, cada día, siempre.

Y yo miro en mi corazón queriendo ser honesto, sincero conmigo mismo. Lo que deseo, lo que espero de la vida. Lo que sueño y veo a través de las ventanas del alma.

La vida es demasiado corta y es para vivirla, disfrutar cada pequeño instante, hacer el bien, compartir lo que tenemos, amar. Por eso, me he propuesto, a pesar de mis muchas imperfecciones: – Hacer todo el bien que pueda, a todo el que pueda. Darle sentido a mi vida”.

Quiero más de lo que poseo. Anhelo más aún de lo que sueño. Quiero ser auténtico y no renunciar a la originalidad de mi alma. Quiero hacer el bien a muchos. Pero a veces me turbo y pretendo hacer sólo lo políticamente correcto. Decir lo que corresponde en cada momento. Temo salirme de mi esquema. Por miedo a ser rechazado, por miedo a hacerlo mal, por miedo a no encajar en cualquier sitio. La vida es muy corta y quiero vivirla con un sentido. Siendo fiel a mí mismo.

He aprendido con María, en el Santuario, en su corazón inmaculado, que puedo ser yo mismo y ser querido al mismo tiempo. No tengo que renunciar a mi verdad. Porque la verdad y el amor no están reñidos. Que si no me amo a mí mismo es difícil que pueda amar bien. Y que para amarme bien necesito saber que soy amado, que alguien me ama y me lo dice.

Amo mi vida como es. No me tiene por qué gustar todo lo que veo en ella. No tengo que estar de acuerdo con todo lo que hay a mi alrededor. No es necesario para querer mi vida, para quererme.

A veces pretendo encajar en un molde para evitar las diferencias estridentes. Y así quiero educar a otros. Me cuesta aceptar y querer a los que chocan con mis deseos. A los que no se adaptan a lo que espero.

Quiero crecer, quiero madurar. Sé que la palabra madurar tiene muchos matices. Quiero madurar para ser un hombre de Dios. Eso sí. Madurar para no vivir deseando lo que no me toca vivir hoy, ahora. Madurar tiene que ver con recorrer las etapas de mi camino cuando me corresponde.

Leía el otro día sobre la madurez: “Unos la adquieren siguiendo el modelo de otros mientras abandonan, una tras otra, las ideas y convicciones que les fueron caras en la juventud. Arrojaron bienes que consideraron prescindibles. Pero de lo que se desembarazaron fueron las provisiones de alimento y de agua. Ahora navegan más aligerados, pero, como seres humanos, languidecen”.

No quiero esa madurez que me haga perder lo que yo soy. Quiero madurar para que no haya brotes adolescentes innecesarios. No quiero negarme a vivir la etapa que me toca vivir. Madurar tiene que ver con asumir mi verdad, y mi vida como es. Pero sin perder la pasión por la vida. Supone darle mi sí a lo que vivo en la fuerza del Espíritu.

Madurar significa aprender a amar de forma generosa, dejando de lado el egoísmo. Madurar tiene que ver con volar más alto y pensar en el otro más que en mí mismo. Sé que no lograré madurar en todos los aspectos de mi vida. Tendré rincones inmaduros dentro de mi alma. Sé que Dios tiene toda la vida para hacerme madurar para la vida eterna.

Decía el padre José Kentenich: “Este es el fin de nuestra educación: hacer que los que nos han sido confiados tengan la disposición y la capacidad de vivir, por motivación e iniciativa propias, la vida de un hijo de Dios.

Quiero vivir la vida de un hijo de Dios. Y quiero educar a los que me han confiado para que sean hijos suyos. Educarme para ser hijo fiel y dócil. Hijo que se deje tocar por el amor de Dios. ¡Cuánto me cuesta educar el corazón, los sentimientos, los afectos!

Añade el Padre Kentenich: “La obra maestra de la educación es lograr un encauzamiento adecuado de los afectos. Hay que ‘desbloquear’ los niveles ‘bloqueados’ de la persona”. Desbloquear mi alma bloqueada para madurar en su amor. Romper las cadenas que me atan.

Quiero liberarme para amar en libertad. Amar bien. En plenitud. Desde mi verdad. Y no dejarme llevar de forma enfermiza por mis afectos desordenados. Un amor más maduro. Un amor puro que saque lo mejor de cada uno. Un amor hondo.

¡Cuánto me cuesta madurar en el amor! Es el camino de toda mi vida. Un largo camino que recorro de la mano de Dios. A veces torpemente. A veces dejándome llevar.

Dios me educa para que aprenda a ser su hijo. Quiero ser más niño, más libre, más dócil. Quiero ser veraz y mostrarme ante Dios como soy. Sin tapujos. Sin miedos. En mi verdad reflejo el rostro de Dios. Quiero crecer y dejar que Dios haga en mí una obra de arte. Con mi barro, con mi madera.

Decía el Padre Kentenich: “Esto es y sigue siendo el estar arraigado en el otro mundo. Esto no significa estar fuera de la realidad. En esto consiste, ciertamente, la obra maestra: permanecer con los pies en la tierra, pero también con toda la personalidad elevarse a otro mundo, a otro mundo de valores. ‘Mi justo vivirá por la fe’”.

Sin dejar este mundo vivir en el cielo. Sin dejar la tierra tener el corazón en el corazón de Dios. Sin cortar las raíces estar hundido en su amor. Es lo que sueño cada día. ¡Cuánto me cuesta aprender a vivir de verdad!

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