La segunda cuestión, sorprendentemente, parece no estar siendo comprendida por la mayor parte de los que opinanLa sentencia judicial que determinó la retirada de los aparatos que mantienen vivo al bebé Charlie Gard está generando gran polémica en torno, básicamente, a dos cuestiones.
La primera cuestión
La primera cuestión es del ámbito bioético: en un caso en que las posibilidades de curación son extremamente remotas, ¿vale la pena someter al bebé a una terapia experimental?
Esta cuestión, aparentemente, es la que domina la mayor parte de las discusiones en torno al caso: la mayor parte de los que apoyan la decisión judicial parecen apuntar argumentos como “sufrimiento inútil del bebé”, “agotamiento de los recursos de la medicina”, “posibilidades irreales de curación”, etc.
La segunda cuestión
Pero hay una segunda cuestión que, sorprendentemente, gran parte de los que opinan no está percibiendo con claridad: la del ámbito del derecho.
Esta cuestión es simple y directa: ¿es el Estado quien decide la respuesta a la primera pregunta?
O de otra forma: si una familia quiere intentar un último recurso en favor de la vida de un hijo, por su propia cuenta, por más que las posibilidades de éxito sean prácticamente nulas, ¿el Estado tiene la prerrogativa de prohibirla? ¿El Estado tiene autoridad legítima para obligar a un padre y una madre a desenchufar los aparatos que mantienen a su bebé vivo, cuando aún queda una tenue y remota posibilidad de tratamiento?
Y más preguntas: en caso de que el Estado tenga tal autoridad, ¿en qué se basa esta? ¿En qué principios se fundamenta ese tipo de Estado?
Esta es la pregunta que debería provocar escalofríos en cualquier ciudadano sometido a cualquier tipo de gobierno ante un caso como éste, porque implica un precedente extraordinariamente peligroso: el de un Estado, supuestamente democrático, que se arroga el poder sobre la vida y la muerte de sus ciudadanos, en contra de la voluntad y de los recursos de esos ciudadanos.
¿Es este el Estado que deseamos? Si es así, debemos ser conscientes de que se trata de un Estado que permite al arbitrio de un grupo de magistrados sentenciar de manera absolutista contra el derecho natural de un padre y de una madre a mantener al propio hijo vivo hasta que fallezca por el agotamiento de todos los recursos lícitos disponibles – recursos, además, que, en el caso de Charlie, serían costeados por los propios padres y por las donaciones de miles de voluntarios, y no por el Estado.
De nuevo es importante distinguir: no estamos hablando sólo de la cuestión bioética; estamos abordando, específicamente, una cuestión de derecho; una cuestión de autonomía de los ciudadanos de un Estado; más aún: estamos hablando de la propia concepción del Estado y de sus prerrogativas sobre los ciudadanos.
En el caso de Charlie, la terapia experimental en Estados Unidos, que fue prohibida por la justicia británica y después por la europea, era vista por los padres no como obstinación terapéutica, sino como un recurso aún posible, que, a pesar de la eficacia sabidamente incierta, merecía por lo menos el intento. Si esta visión era objetiva o subjetiva, es un tema posible de discutirse.
Lo que ciertamente está muy lejos de ser indiscutible es que la respuesta a esta cuestión bioética deba o incluso pueda ser impuesta por el Estado.
Fragmento del artículo original publicado por la edición portuguesa de Aleteia