Se abre ante mis ojos un abismo de terror, un pozo de miseria, una herida demasiado grande… Te escuchoEscuchar es un arte que se aprende con la experiencia. Nadie te lo puede enseñar, solo se aprende escuchando. Y a todos los sacerdotes de parroquias nos ocurre con frecuencia lo mismo.
Un ejemplo habitual: llega una señora que pide hablar contigo, o la trae una amiga suya, que la anima a hablar con el sacerdote. Te muestras amable y acogedor en un primer instante. Ella comienza a hablar. Va contando lo que oprime su corazón. Su pareja la desprecia, la insulta. Pero es que su hijo también.
Ya no puede reprimir las lágrimas y se pone a llorar. Coge los pañuelos que tenemos en el confesionario. Pide perdón por llorar. Yo le sonrío y le digo que Dios la escucha como a una hija. Sigue narrando. No se perdona a sí misma haberse prostituido una temporada, y un par de abortos hace unos años. Hasta que llega a narrar los abusos que recibió de niña.
Y sigue contando. Se abre ante mis ojos un abismo de terror, un pozo de miseria, una herida demasiado grande.
Llevamos una hora hablando, exactamente una hora hablando ella y yo escuchando. Y sigue. De una cosa salta a otra y vuelve sobre sus heridas más dolorosas. Lo que ha hecho y lo que le han hecho. Se juntan demasiadas tragedias y demasiados sufrimientos.
Y, ¿qué puede hacer uno? Escuchar. Una escucha atenta, comprensiva, compasiva. Al final, ¿qué consejos se le puede dar? ¿Cómo vas a analizar uno por uno sus dramas? No es posible. Simplemente la has escuchado. Cosas que nunca había contado a nadie.
Pero ha funcionado: la escucha ha abierto una ventana de vida y de luz en su alma. La esperanza es posible. Queda mucho por hacer, pero el primer paso –decisivo y eterno– ya está dado. Esta alma ha sido rescatada.
Por José Manuel Horcajo, párroco de san Ramón Nonato. Madrid
Artículo publicado originalmente por Alfa y Omega