Un amor que no es razonable ni estéril complica una narrativa que el mundo quisiera mantener simplePermitid que especifique que tengo amigos que son médicos, y muy buenos médicos. Parte de lo que hace que sean tan buenos es el hecho de que son conscientes de todo lo que no saben, que “hay más cosas en el cielo y la tierra de lo que” soñaron en su formación, en sus abundantes estudios y en sus mochilas de medicina. La medicina es una ciencia y es una ciencia que, según me dijo un médico amigo mío, “requiere que prácticamente se aplique el método científico a cada paciente, en toda circunstancia, porque todas las personas son diferentes y, en realidad, no lo sabemos todo”.
Y porque eso es cierto, mi amigo sostiene que la medicina es también un arte, uno que exige al médico acercarse a cada paciente con un poco de misterio. De la misma forma que un escritor se sienta con un claro sentido de lo que quiere escribir pero a menudo se sorprende por el giro que toman sus palabras y por su propia conclusión, un médico que está dispuesto a admitir el poder maravillarse ante el en una evaluación a menudo se sorprende por todo lo que no sabía.
Las burocracias médicas que olvidan que la curación es también un arte —que por tanto debe dejar espacio a la maravilla y a la disposición a dudar de las conclusiones “obvias”— se convierten en el tipo de organismos que prefieren pecar por exceso de precaución aunque implique la muerte y estoy cada vez más convencida de que es porque temen lo que la vida pueda depararles en el camino. Quieren funcionar bajo una pretensión de certidumbre y una ilusión de control; la incertidumbre no tiene cabida en su práctica, porque quizás permita algo que es complicado y que da miedo (y que potencialmente es muy caro).
La muerte es más segura; es certera y no permite ningún riesgo ingobernable. Es miedo a la incertidumbre, creo, lo que hace que un médico se sienta cómodo (absurdamente) diciendo a unos padres “deberían abortar este feto porque ni siquiera será un ser humano”.
En realidad, si un médico te dice que el bebé en tu útero “ni siquiera será un ser humano” es momento de encontrar un científico mejor y con menos miedo. Uno que no haya perdido contacto con la curación como un arte. Uno al que puedas visitar de vez en cuando junto a tu hijo de cuatro años feliz, amado y sano.
A los padres de un crío en Reino Unido les dijeron que abortaran porque el cerebro del bebé no se estaba desarrollando. Resulta que ahora se las está arreglando bastante bien. Va un poco más lento que otros, pero está vivo, es feliz, va a la escuela, ama y es amado.
Y eso es lo fundamental: el amar y ser amado, eso que tantísimos han perdido de vista en el caso de Charlie Gard. Los médicos admiten que no tienen ni idea de si Charlie Gard sufre dolor, pero tienen claro que no les gusta toda esa incertidumbre caótica, cara y emocionalmente agotadora de su caso. La vida de Charlie se ha convertido en una inconclusión ineficiente debido al amor, debido a ese elemento desordenado que no es estéril ni razonable y que les mantiene ante el temor de lo desconocido y niega la muerte como una solución simple.
En The Wall Street Journal, William McGurn escribe que el hospital Great Ormond Street “quiere incluso la última palabra en el amor: ‘En un aspecto, Charlie es inmensamente afortunado’ de tener unos padres tan amorosos. Porque, en este contexto, ‘en un aspecto’ en realidad quiere decir ‘no en el sentido que tiene que ver con las decisiones sobre la vida de su hijo’. En otras palabras, el amor de los padres los inhabilita”.
La medicina es una ciencia y, como ciencia, quiere resultados controlables. Pero la medicina también es un arte con capacidad para imaginar más, si de verdad quiere. Sin embargo, tanto arte como ciencia deben permanecer sujetos al amor y limitados por la elección del amor en favor de la vida por encima de la muerte, si es que no quieren convertirse en meros regímenes monstruosos.
La gente se preocupa sobre la “calidad” de vida, un tema subjetivo que quieren pretender que sea objetivo. Médicos y defensores de la muerte sostendrán que una “calidad de vida” humana está (o estará) en aquella en la que parezca “misericordioso” negar esa vida. Pero todos experimentaremos, tarde o temprano, en algún momento, una disminución de nuestra “calidad de vida”; ¿acaso deberíamos prepararnos directamente para el día en que perdamos el conocimiento y escuchemos a alguien decir “bueno, ya está, está acabada” y recibir una “inyección de eficiencia”? ¿Cuantísimas historias leemos de personas con “muerte cerebral” que salen de su situación e informan de que incluso desde su “muerte cerebral” estaban escuchando y sintiendo y amando y siendo amados?
Leemos historias de padres que escogen traer a sus hijos “condenados” al mundo en vez de abortarlos, que se permiten experimentar tantísimo dolor y pérdida (como si la alternativa del aborto fuera un acontecimiento estático que excluyera las dos cosas), pero ¿qué vemos en estas historias? Vemos una celebración de una vida en medio de una abrasadora brevedad.
También vemos cómo, incluso en la vida más breve, hay una oportunidad para besar y abrazar y susurrar palabras de amor, una oportunidad para afirmar una vida amada en un ser, una persona real, única e inolvidable.
Por breve que sea, por antiestética y misteriosa que sea, por desordenada que sea esa vida dentro de un día o cinco o noventa años, esa es la vida que tiene esa persona. Y esa persona tiene derecho a vivirla.
Amar y ser amado —sentir amor en sus alturas y profundidades, en su euforia y en su pena—, invitar el amor al mundo, en toda su plenitud y pureza y dolor, y darle la bienvenida, esto es lo que sostiene la luz por encima de las tinieblas.
Con cada nueva vida cuya entrada permitimos al mundo, entra también un amor nuevo para el mundo. El mundo necesita ese amor y la luz que trae consigo. Y porque el amor nunca muere.
Es el arte de Dios y simplemente nos suplica nuestra cooperación.