Los Juegos Olímpicos de Barcelona cumplen hoy 30 años de su inauguración, coincidiendo con la fiesta de Santiago Apóstol, patrono de España. Si una palabra puede resumir aquellos Juegos es “ilusión”, una ilusión colectiva que impregnó a toda una ciudad, a todos cuantos participaron en esta efemérides deportiva.
Hoy, a los 30 años de aquellos Juegos Olímpicos (dicen que los mejores de la historia), pocos se acuerdan en la ciudad de Barcelona de los éxitos deportivos más sobresalientes.
Pero una cosa sí recordamos todos: los 35.000 voluntarios que hicieron posible el éxito mundial de unos JJ.OO., junto a los 15.000 en los Juegos Paralímpicos.
Fueron estos voluntarios, repartidos por toda la ciudad, los grandes animadores con su entrega, con su sonrisa, con su ilusión, lo que más destacan los barceloneses hoy.
En la ceremonia de clausura de los Juegos, el presidente del COI (Comité Olímpico Internacional), el barcelonés Juan Antonio Samaranch, pudo pronunciar estas palabras elogiosas para los voluntarios.
Y junto con Samaranch, hay que destacar la labor del alcalde de la ciudad, Pasqual Maragall (hoy afectado de alzheimer), que transformó Barcelona en una ciudad cara al mar.
Los 35.000 voluntarios fueron seleccionados, después de un periodo de formación, de entre los 120.000 que, procedentes de toda España, habían solicitado una plaza de voluntario.
La "familia olímpica"
¿Qué hacían los voluntarios? Si decimos que un tercio de la organización de los JJ.OO. de Barcelona descansó sobre los voluntarios, en parte está dicho todo.
Unos estaban en la Villa Olímpica donde vivían los atletas o la llamada “familia olímpica”, otros en los estadios, al servicio de los atletas, los jueces, la organización, el público.
Otros en los servicios sanitarios, en el transporte, en la calle repartiendo agua fresca al público que acudía a las sedes olímpicas.
Todos recuerdan la imagen de aquel atleta británico, Derek Redmond, que poco antes de llegar a la meta se lesionó y quiso llegar a la meta arrastrándose con una pierna, hasta que su padre, Jim, bajó de las escaleras, saltó la barrera y ayudó a su hijo a llegar a la meta que llegó con lágrimas en los ojos. Jim fue un “voluntario” a pesar suyo.
Recuerdo un joven de unos 19-20 años que repartía agua fresca sacada de unos grandes recipientes con hielo.
Estaba contento y no paraba de ofrecer botellas de agua a los que pasábamos.
Yo le pregunté: “¿no te gustaría mejor estar en un estadio, en lugar de estar en la calle bajo este sol?” Era una calle ancha y sin árboles que conducía hacia el Estadio Olímpico.
Y me respondió: “Lo importante es ser útil. Para eso me hice voluntario, ¿no?”. Y añadió: “¡Claro que me gustaría estar en un estadio y ver a los grandes atletas…! A quién no le gustaría, pero cuando eres voluntario vas adonde puedas hacer un mejor servicio. No es una cosa de gustos”.
A la vuelta, el joven seguía ahí, tres horas después. Hablé de nuevo con él. Estaba un poco cansado.
Me dijo que su padre era conductor de camiones y él estudiaba Derecho (Leyes) en la Universidad Autónoma de Barcelona. No le he visto nunca más.
Sin la aportación de los voluntarios, no hubiera sido posible el éxito de los JJ.OO. de Barcelona’92.
Me acordé del muchacho que servía agua a los caminantes cuando escuché el himno final de los Juegos: “Amigos para siempre”.