¿Sabías que la felicidad es una elección personal, cualquiera que sean las circunstancias? Este caso llegó al consultorio de Aleteia y lo propone nuestra experta porque ayudará a quienes pasan por lo mismoMis padres, de condición humilde, me educaron lo mejor que pudieron en las buenas costumbres, y fui muy feliz en aquel pequeño pueblo donde estudié solo Primaria y Secundaria, empezando a trabajar desde muy joven: fue entonces que conocí a quien sería mi esposo, también de origen humilde, pero estudiante brillante que había ganado una beca para ingresar en una Universidad de mucho prestigio, a la que marchó jurándome que a mí no se me aplicaría aquello de que la novia del estudiante no lo era jamás del profesionista. Y así fue, nos casamos poco antes de que terminara su carrera, jurándonos amor eterno.
Fueron muchas carencias e ilusiones caminando juntos mientras él terminaba una especialidad médica, se lograban poco a poco los medios materiales, despuntaba en la profesión y nacían los hijos. La abnegación y el sacrificio, para mí solo eran la oportunidad de amar más mientras él lograba el éxito que finalmente alcanzó.
Aparece el fantasma de la infidelidad
Confiaba ciegamente en que tan anhelado éxito lo celebraríamos juntos en lo que consideraba “nuestra historia de amor”, pero un día me desperté a la realidad de que no habría de ser así. Mi esposo vivía instalado en la infidelidad con una mujer muy joven y con quien compartía un mundo de vivencias en el cual, idolatrándolo, yo me había quedado rezagada.
Reclamé indignada, tratando de que admitiera y corrigiera su error, pero no fue así. Luego, iracunda, pasé a los gritos, frases hirientes… bofetadas. Eso solo sirvió para darme cuenta de que me enfrentaba a un dolor que no podría ya evitar, ni sabría cuándo y cómo terminaría: mis padres no me podían ayudar, mis pocos estudios me limitaban y temía comprometer el futuro de mis aun pequeños hijos con un divorcio.
Pesándole más “el qué dirían” de su familia y demás relaciones, no me pidió el divorcio, pero con un trato frío y distante me fue arrinconando poco a poco, admitiéndome solo como la honorable madre de sus hijos y la cara de un hombre honesto y de familia ante la sociedad.
Entre el desconcierto, el temor y el desaliento me decidí a pedir ayuda profesional.
Cuando piensas que no hay alternativa
Había concluido por error que no tenía opción, que precisamente por mis hijos debía permanecer poniendo buena cara, y pasar sobre mi libertad personal.
Pero no era así.
Se me ayudó a comprender que así como por amor libremente había elegido la abnegación y el sacrificio luchando por construir un hogar; ahora era con esa misma libertad con que me encontraba eligiendo lo que jamás habría elegido: permanecer junto a él sin su amor.
Pero vi que podía hacerlo con verdadera paz interior y eficacia.
Recuperar mi autonomía
Para ello no debía empeñarme en hacer morir el amor que en mi corazón había hacia mi esposo, que si ya no me amaba, no me haría odiarlo. Podía admitir que no me encontraría ya condicionada interiormente por lazos afectivos demasiado fuertes. Que debía superar la dependencia hacia él por haberlo querido demasiado (y mal), pues acabó resultándome tan indispensable que me hizo perder buena parte de mi autonomía.
Fue así que sin hacer caso a sus objeciones y sin descuidar mi papel de madre, terminé con esfuerzo la Preparatoria e ingresé a la Universidad, ampliando mi visión y seguridad de futuro.
Opté por la separación de cuerpos
Sin admitir ya la intimidad, en medio de un real sufrimiento dejé los reclamos y procuré que mi trato hacia él fuera sereno, al tiempo que asumía con dignidad el espacio que verdaderamente me pertenecía como señora de casa, madre de familia y educadora de mis hijos.
El más difícil ejercicio de mi libertad
Mi voluntad se instaló en una sincera actitud de esperanza y perdón, no admitiendo el rencor y mucho menos el desquite que reconocí como formas negativas de dependencia afectiva que encadenan la paz y la libertad interior.
No fue nada fácil, pues se da la confusión de que perdonar a quien nos ha hecho sufrir, vendría a ser actuar como si éste no hubiera hecho nada malo: tanto como llamar “bien” al mal, o apoyar una injusticia. Eso no lo admití, habría sido como burlarse de la verdad.
Me refiero a otra forma de entender y vivir el perdón, porque a pesar de mis pesares, yo no deseo guardar rencor, tampoco condenarlo o identificarlo con su falta a ultranza. Dejo a Dios, el único que ve los corazones y juzga con justicia, el examinar sus obras y emitir un juicio.
Del mal siempre se puede extraer el bien
Mi esposo sabe que ha faltado a un amor justo y debido, privándome de algo que me pertenecía, y le es muy difícil encontrar argumentos o “razones” que justifiquen su conciencia.
Tampoco logra entender que hayan cambiado mis juicios y mentalidad, para comprender cuáles son los bienes auténticos que dan sentido a nuestras vidas, y por los que en realidad el mal que provino de su conducta no me privó de nada que definitivamente me impidiera crecer humana y espiritualmente, pues hay en nosotros algo indestructible que está garantizado por la fidelidad y el amor de Dios.
En mi presente, mi vida es un proyecto siempre inacabado
Mi esposo finalmente me propuso la separación y acepté. Creo y sigo esperando que un día se haga la luz en su corazón y vuelva su camino hacia la casa del Padre.
Actualmente ejerzo mi profesión, dedico mi tiempo libre a mis hijos -que han crecido- y participo en obras sociales. También sigo preparándome en un área que me permite trasmitir experiencia y ayudar a quienes pasan por lo mismo. A enseñar un camino en el que quizá siempre exista en el corazón un remanente de dolor, pero cada vez con mayor paz y alegría de vivir.
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