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Valoremos a la personas con síndrome de Down por lo que son, no solo por sus triunfos

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Sherry Antonetti - publicado el 22/09/17
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Una reflexión de una madre de un hijo con trisomía 21Como madre de un hijo con síndrome de Down, me llena de esperanza por el futuro de mi hijo cuando conozco historias de adultos con trisomía 21 que salvan a personas de ahogarse o que son merecedores de un doctorado u otras maravillas del estilo. Pero estas historias también me provocan un extraño recelo. Por inspiradoras y maravillosas y buenas que sean estas historias sobre actores y modelos, dentro de ellas merodea una tentación.
Sin duda, no está mal alegrarse por los triunfos de estos jóvenes y adultos y, de hecho, todos deberíamos hacerlo con más ímpetu cuando el mundo insiste con cada vez más fuerza en decirnos que las personas con síndrome de Down no merecen ninguna vida en absoluto.

Pero incluso cuando nos regocijamos por los triunfos de estas personas, debemos recordar que no las valoramos por sus triunfos, sino porque son personas. Si las valoramos por aquello que hacen, caemos en la misma trampa que otros muchos que no los valoran por lo que no pueden hacer.

Las personas con síndrome de Down no tienen que conseguir títulos de Derecho o volar por todo el mundo para ser valiosas, no más que las personas sin síndrome de Down tienen que tirarse en tirolina por las cataratas del Niágara o convertirse en Top Chef para ser queridas.

Hemos de ser queridos porque fuimos creados y porque fuimos creados para amar. Todos nosotros, independientemente de nuestros genes. Nuestro valor, nuestra dignidad, son innatos y no dependen de nuestras habilidades ni de nuestros logros. Sabemos esto cuando sostenemos en brazos a nuestros recién nacidos en el hospital. Pero, de alguna forma, el mundo sigue intentando arrancarnos esta sabiduría desde el mismo día que nos los llevamos a casa.

Estas maravillosas personas con síndrome de Down que están haciendo estas cosas trascendentales, inspiran y recuerdan al mundo que ninguna persona es descartable. Las historias son necesarias en un mundo que basa la valía de la vida según lo que una persona gana y rinde.

Quiero que mi hijo tenga éxito porque quiero que todos mis hijos tengan éxito. Quiero que Paul tenga una vida independiente hasta donde pueda, quizás escogiendo su profesión, su hogar y sus amigos. Ese es el objetivo que tengo para cada uno de mis hijos.

Pero si Paul nunca aparece en un titular de periódico por ser un chico con síndrome de Down que hizo algo heroico o logró algo magnífico, también está bien.

Los padres disfrutamos de las victorias de nuestros hijos con trisomía 21. Lo que pasa es que la mayoría de nosotros que tenemos niños con esta condición logramos ver heroicidades más silenciosas, la heroicidades de crecer, simplemente.

Podemos celebrar que un chico de casi 9 años, que una vez se sometió a una cirugía a corazón abierto, puede correr en una carrera de 5 kilómetros con más velocidad y energía que sus padres, que a veces hacen ejercicio. Podemos sorprendernos de que una mañana se despertara antes que nosotros, colocara tres cajas de cereales en la mesa, tres cuencos, tres cucharas y leche entera y desnatada, luego llamó a nuestro a puerta y condujo a sus padres hasta la mesa para darse un festín.

Estos niños nos enseñan a amar y disfrutar con su mera presencia.

La maravilla de toda la vida es descubrir cuantísima alegría puede traer a nuestros corazones otra persona, cualquier otra persona. La dicha viene no de lo que una persona hace, sino de lo que una persona es en relación a nosotros.

Santa Teresa de Lisieux dijo: “Recoger un alfiler por amor, puede convertir un alma”, afirma.

Las personas que ven a mi hijo y a otros tantísimos niños como mi hijo —nosotros, afortunados— escuchamos ese recordatorio susurrado diariamente, recogiendo del suelo pequeños alfileres de amor: “Todo lo que hacemos, hemos de hacerlo por amor. Todo lo que hemos de hacer es amar. Todo lo que somos es amor”.



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Este artículo fue originalmente publicado en la edición inglesa de Aleteia

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