Aunque quisiera perdonar muchas veces me parece imposible hacerlo. Soy muy delicado y cuando me han herido, me protejo para no exponerme a una segunda vez.
A veces, el dolor que he recibido del otro es tan grande, me duele tanto, sufro tanto, que sencillamente me veo incapaz de perdonar. Y por eso decido lo que es perdonable y lo que no lo es.
Otras veces no soy capaz de perdonar al que me ha traicionado cuando confié en él. Estoy decepcionado por que debía protegerme y no lo hizo. Yo esperaba más, y no me lo dio. Es mi dolor el que mide la ofensa.
De las personas que me han herido tiendo a alejarme. No quiero volver a sufrir. Pero no puedo alejarme de los que viven conmigo, en casa, en el trabajo.
Y hay heridas y ofensas que se repiten una y otra vez. Heridas en el matrimonio, o en el trabajo, o con un hijo, o con mis padres, que son diarias, continuas. No puedo escaparme.
El único camino es el perdón. Sólo el perdón sana el corazón y lo ensancha.
El poder del perdón
Creo que el fruto más grande del perdón es la liberación. Cuando perdono, el corazón se abre y se hace más capaz de amar. Se desbloquea.
¿Cuántas veces tengo que perdonar? Jesús me pide que aprenda su camino del perdón. Un perdón que se da siempre, una y mil veces.
Un perdón que no va seguido de un te lo dije, ni de un no lo vuelvas a hacer más. Un perdón que quiere ir acompañado de la gracia del olvido. Para poder volver a empezar.
Así perdonó Jesús al pasar entre los hombres. No exigía el cambio para perdonar:
¿Es posible perdonar siempre?
El padre del hijo pródigo simplemente lo abraza y le da una fiesta. Me gustaría ser así con el que me ofende. Pero no lo consigo tantas veces. Sólo sé que en Dios todo es gratuidad.
Pero en mí los límites se me hacen muy evidentes. No quiero perdonar siempre. Porque sé muy bien que perdonar setenta veces siete significa perdonar al mismo que me ofende y por lo mismo que ya me hizo antes, un número infinito de veces.
Y eso me parece imposible.
¡Qué ideal más alto y qué difícil! Perdonar a la misma persona por el mismo dolor que una y otra vez recibo. ¿Acaso no es así Dios conmigo? Sí, Dios sí lo es. Pero yo no.
¿Perdonar siempre no es permitir que abusen de mí?
Miro mi propia vida y pienso que si perdono siempre así, al final pecaré de tonto. Me excedo y me acabarán humillando. Se aprovecharán de mí.
Si perdono siempre, ¿no me expondré a que abusen de mí? Si siempre acepto de nuevo las disculpas, ¿no estaré mostrando mi debilidad?
Verán en mí alguien a quien se puede ofender una y otra vez sin consecuencias negativas. Todo lo acepta.
No lo sé. Esa humillación me cuesta. Mi orgullo me dice que el perdón tiene un límite. Más allá del mismo corro el riesgo de ser despreciado.
El deseo de venganza surge muy dentro. El orgullo se mantiene firme. El desprecio es mi respuesta a la ofensa recibida.
¿Cómo puedo estar dispuesto a poner la otra mejilla cuando soy golpeado? Imposible. Mi corazón se rebela.
La justicia de Dios
No quiero perdonar siempre al que me hace daño. No quiero que piense que su mal va a permanecer impune. No me parece justo. ¿Dónde queda la justicia de Dios?
Pero hoy repito en el salmo: El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Ese es el Dios que me mira. Ese es Jesús que perdona desde la cruz lo imperdonable.
Me parece imposible perdonar siempre. Comenta el Padre Pío: Pedir perdón es de hombres inteligentes, pero perdonar es de almas humildes. Sólo quien perdona sabe amar. Sólo si perdono sé amar.
El perdón es una gracia, un don que puedo dar, un milagro que pido con humildad una y otra vez. Es algo que sucede en mi alma y que logra que el rencor desaparezca.
No me parece tan fácil. Cuando vivo el perdón logro no sentir lo mismo al recordar la ofensa. Es como si lentamente la rabia se disipara. Es un pequeño milagro.