En el idioma del Señor, el concepto de misericordia era tan total y completo que únicamente podía entenderse en el contexto de la relación madre-hijo.
El gran mensaje de la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo es que la misericordia de Dios implica que el Creador vuelca su corazón sobre nosotros, por el amor de la misma misericordia.
Misericordia es una palabra que usamos constantemente. Encontramos consuelo en las parábolas, como la historia del Hijo Pródigo, que se equivoca en todo hasta sumergirse en la abyecta miseria y luego encuentra misericordia en su padre, que no solo lo está buscando, sino que corre a su encuentro raudo y amoroso.
Jesús nos enseñó justicia y verdad, y quién mejor para enseñárnoslas, ya que Él encarna ambas. Pero sobre todo nos enseñó, con sus palabras y obras, misericordia.
Nuestro Señor hablaba arameo diariamente. Con toda probabilidad, la palabra que habría usado para referirse a ‘misericordia’, como muchos de los escritores del Antiguo Testamento, es ‘raham’.
En hebreo, raham era un verbo que refería a la acción o el estado de ser misericordioso. Raham era un verbo denominativo, es decir, un verbo derivado de un sustantivo: rechem.
Rechem significa útero.
Saboreen ese pensamiento durante un momento: cuando hablamos de misericordia, el Señor nos trae al mismísimo “útero” de Dios. Es una idea poderosa y profunda.
En el idioma del Señor, el concepto de misericordia era tan total y completo que únicamente podía entenderse en el contexto de la relación madre-hijo, una relación de cuidado, protección, alimento y crianza.
La divina misericordia, entendida en este sentido, implica que nuestro mismísimo ser puede entenderse solamente en relación con Dios, y en la plenitud de vida y seguridad derivadas de esta relación.
Como madre, a menudo alimento a mis hijos antes incluso de que se den cuenta de que tienen hambre; les animo a descansar antes de que se den cuenta de que les sobreviene un resfriado. Soy la primera a quien recurren cuando la vida les parece abrumadora, confusa o desafiante.
Me regocijo y encuentro una gran paz en saber que mi Padre en el Paraíso me ama de la misma manera y que cubre todas mis necesidades, a veces antes incluso de que yo sea consciente de ellas. Su misericordia es proactiva, dadora de vida y constante.
Además de maravillarnos por lo bueno que es nuestro Dios en realidad, esta comprensión de la misericordia puede también desafiarnos en la forma en que interpretamos nuestra propia vocación a ser misericordiosos.
¿La expresamos desde la parte más profunda de nuestro ser? ¿Desde nuestros úteros reales o metafóricos, con todo el potencial de fecundidad que nace de él?
La misericordia ha de ser un estilo de vida, un verbo de ser, de pertenencia al ADN cristiano.
Dios es la fuente de toda misericordia; estamos llamados a ser embajadores de esa misericordia, guiando a otros de vuelta al hogar de su Padre y alegrándonos con esa reunión.
Los actos concretos de misericordia nos ayudan a encarnar esta virtud, pero no son todo. Al final, nuestra vocación a la misericordia es una llamada a ser como nuestro Padre Celestial (cf. Lucas 6,36), para quien ‘misericordia’ es ‘rechem’.
Es una orden de altura y llena de belleza.