Decir que mi mente y mi corazón han estado inquietos últimamente me parece que es decir pocoEste pasado domingo, en algún momento del Evangelio, mi hijo de 8 meses Gabriel se quedó dormido en mis brazos. Como era un suceso bastante extraño, no pude evitar bajar la mirada maravillada por su carita perfecta acurrucada contra mi pecho, con su labio inferior delicadamente fruncido, totalmente relajado y confiado.
El abandono reposado de mi hijo me hizo reflexionar sobre algunas de mis últimas inquietudes recientes y me trajo a la mente una cita de san Agustín en sus Confesiones, “…nos has formado para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.
Decir que mi mente y mi corazón han estado inquietos últimamente me parece que es decir poco. Como muchas madres primerizas, he tenido dificultades con los múltiples y crecientes dolores de ser madre, principalmente, el dolor de sacrificar mi egoísmo diariamente para satisfacer las necesidades de esta personita exigente que llamamos Gabriel.
Sumado al hecho de que todavía nos estamos instalando en un nuevo hogar después de una mudanza reciente desde el extranjero, quizás no sorprenda mucho que haya tenido problemas para cumplir con la lista de tareas aparentemente irresolubles que se presentaba ante mí.
Empezando por la tarea monumental de contribuir en la educación de esta pequeña alma que Dios nos ha confiado a mí y a mi marido, y siguiendo por las tareas más humildes de gestionar un hogar, me he visto abrumada y agotada con las responsabilidades de mi vida diaria, más el sentimiento irritante de que me estoy equivocando en todo.
Y lo que es peor, entre las compras, las limpiezas, las planificaciones y preparaciones de las comidas, la distribución de nuestro calendario social y tantísimas cosas más, la oración diaria se ha convertido en otra tarea sin tachar dentro de esa interminable lista de quehaceres que no puedo esperar cumplir, agravando así mi sentimiento de agotamiento y fracaso.
Sin embargo, durante un precioso momento este pasado domingo, este tumulto de pensamientos y emociones se despejó. Allí sentada en la banca rodeada de la paz de la Liturgia, con mi hijo durmiendo en la confianza de mis brazos y con las palabras de san Agustín resonando en mi cabeza, Dios me concedió la repentina percepción de que eso es lo que Él quiere que yo haga también: quiere que me abandone, con todas mis preocupaciones, mis cuidados y mi lista de tareas. Quiere que me entregue tan completamente como un bebé en brazos, que pueda reposar simplemente en el confort de Su abrazo.
En aquel momento me di cuenta de que Dios no quiere nada más –ni nada menos– de mí que la confianza radical necesaria para descansar mientras otro hace guardia. Mientras miraba a Gabriel en todo su abandono vulnerable y sosegado, la fiereza de mi amor hacia él no hizo sino intensificarse a medida que él se hacía más pesado y mis brazos más cansados.
Y entonces, Dios me concedió otra comprensión: no hay amor más intenso que Su amor por nosotros y, aunque Sus brazos le duelan de abrazarnos más fuerte de lo que pudiera cualquier otro, Su voluntad nunca se cansará de esta tarea.
Descansar a los pies de Cristo o en los brazos de Dios –escoger “la mejor parte”, como Jesús mismo dice en el Evangelio de Lucas, dejando a un margen mi hiperactiva Marta interior para abrazar mi latente María interior–, requiere una confianza tan radical, tan completa y tan pura que fue necesario que mi hijo de 8 meses, normalmente muy ajetreado, la ejemplificara para mí este pasado domingo.
En la forma de mi hijo durmiente, Dios me mostró que Aquel que no necesita descanso solamente desea que descansemos totalmente en Él.