El único capaz de tocar el Ave María desde la torre de San Juan de DiosEs justo rescatar algunas historias en vísperas de fechas marianas de importante tradición en Venezuela. Es el caso del Día de “La Chinita”, como llaman los feligreses a la Virgen de Chiquinquirá, imagen que despierta gran fervor, no solo en la zona petrolera del Zulia sino en buena parte de la vecina Colombia.
La fiesta de La Chinita se celebra cada 18 de noviembre y Maracaibo. En la capital zuliana, donde se encuentra la basílica que guarda la reliquia –una tablita milagrosa que apareció en el lago con su imagen-, se da cita el país entero. Esa basílica tiene una torre con historia.
El “negro Rubén”, como llamaban los marabinos al campanero, era alto, moreno y gordo y se le recuerda como el único capaz de tocar el himno a la Virgen y el Ave María. Pero lo más curioso… ¡Era que lo hacía hasta con los pies!
Todos los días, antes de salir el sol, hacía crujir las escalinatas de la Basílica en su camino hacia las cinco campanadas de la torre, desde donde veía toda la ciudad mientras bamboleaba las piezas de bronce compañeras suyas durante 50 años, desde 1921 hasta su muerte.
Ese mismo año habían llegado las campanas desde Italia a la basílica y fueron instaladas en la torre de San Juan de Dios. En el populoso sector del Saladillo y hasta las orillas del imponente Lago de Maracaibo, se escuchaban las melodías del llamado “señor de las campanas”.
“Tengo el puesto más alto de Maracaibo y soy quien gana menos”, expresaba siempre Rubén Aguirre, en tono mitad de queja y mitad de chanza al referirse a la labor que desempeñaba y lo poco que era valorada.
Era muy popular entre los feligreses de La Chinita. Testigos contaban que era sencillo y amable, con un oído especial para repicar. Nadie lo enseñó, aprendió desde muchacho. La gente se guiaba por los repiques en su camino a misa. Los domingos hacia tres toques y quienes vivían cerca salían de casa al escuchar el primero.
El negro Rubén no solo hacía sonar las campanas, sino que también encendía los fuegos artificiales en las festividades especiales. Un día de La Chinita le estalló una recámara en las piernas. La quemadura nunca le sanó y murió a causa de la infección.
No obstante, con su pierna vendada y mucho dolor, subía cada mañana a las seis al campanario a cumplir su deber; volvía a las 12 del mediodía y luego una vez más subía a las seis de la tarde. Los sacristanes de la basílica tienen en su recuerdo una inspiración y un gran ejemplo. Pero, luego de Rubén, nadie más ha sabido cómo sacar de las cuatro campanas menores y de la campana mayor, melodías como el Himno a La Chiquinquirá, el Ave María y el Angelus, aparte de otros cantos que era capaz de reproducir.
“Muchos han sido buenos campaneros –dicen los devotos- pero nadie pudo tocar como él. Es un arte. Las campanas eran suyas”. En la procesión del 18 de noviembre se quedaba en la torre, tocando las campanas hasta que la Virgen se alejaba unos 200 metros. Entonces bajaba corriendo y se incorporaba a la feligresía para acompañar el recorrido hasta que faltaban unos 200 metros para alcanzar la puerta del templo. Era el momento en que regresaba a la torre para seguir tocando las campanas.
En este curioso y popular personaje destacaba un inmenso amor por la Virgen. Antes de las fiestas patronales, salía con banderas y un farol gigante. El cronista de la ciudad, Alí Brett, escribió: “Acostumbraba dormir la siestas en el campanario para no faltar a sus obligaciones. Se amarraba el cabestro al dedo gordo del pie y, al escuchar la hora en el reloj de la Iglesia, empezaba a mover las campanas con tanta maestría que parecía que lo estuviera haciendo con las manos”.
Ese era el negro Rubén, un devoto de La Chinita que dejó una impronta por su arte, pero también por su humilde gran devoción por la Reina Morena.