Igual que sucedió con toda la terminología filosófica, la palabra ‘Dios’ se ha utilizado para referirse a cosas diferentesCuando me preguntan qué es la filosofía, algo que sucede en cuanto la gente se entera de que he estudiado filosofía durante prácticamente toda mi vida adulta, suelo responder con un chiste atribuido a Arthur Koestler: “La filosofía es el abuso sistemático de una terminología diseñada especialmente para ese fin”.
Bromas aparte, este comentario ingenioso de hecho expone la cuestión de una manera que puede ayudar de verdad a principiantes y bisoños a entender qué asuntos trata la filosofía: independientemente del tema que piensen los filósofos, independientemente de las aseveraciones que hayan postulado sobre dicho objeto de estudio (y, créanme, han postulado mucho sobre muchas cosas), lo primero que uno tiene que hacer para pasar por filósofo respetable es dominar una terminología específica.
El filósofo es, primero y ante todo, alguien experto en una determinada terminología compuesta de palabras de origen griego como ‘idea’, ‘metafísica’ o ‘ética’, y de origen latino como ‘valor’, ‘moral’ y ‘tolerancia’. Podría decirse que el vocabulario habitual filosófico es, parafraseando a Paul Oskar Kristeller, el sedimento de más de dos mil años de pensamiento extraordinario.
‘Dios’ es uno de esos términos que podemos encontrar en los escritos de filósofos desde los primeros tiempos; una de esas palabras con las que su disciplina les exige que se familiaricen y logren dominio.
Sin embargo, igual que ha sucedido con toda la terminología filosófica, la palabra se ha usado para hacer referencia a cosas diferentes.
La han usado politeístas, teístas, panteístas y ateístas, y para cada uno la palabra ‘Dios’ ha significado algo diferente.
Por ejemplo, a lo que Platón y Aristóteles hacían referencia con esta palabra (o, para ser más exactos, con su equivalente griego) es algo diferente de lo que tenían en mente san Agustín o santo Tomás de Aquino con su uso (o, para ser más exactos, con su equivalente latino).
De modo que, ¿pueden enseñarnos los filósofos algo sobre Dios y religión? ¿Existe una noción central sobre el ser divino que descubrir en los cimientos de todas sus discusiones sobre dios?
Sin miedo al error, se podría argumentar que no hay un único hilo, ningún corpus doctrinal coherente, que una todos los pensamientos de los filósofos en relación a dios; que es, de hecho, improductivo desde un punto de vista hermenéutico intentar forzar una única visión sobre el tema en sus escritos.
Quizás por exasperación ante el estado de esta cuestión, la mayoría de personas religiosas para las que Dios no es un concepto, sino una realidad concreta y regente, han tenido la impresión de que los filósofos son los enemigos de la religión. Quizás este sentimiento de exasperación fue el que motivó las palabras de Pablo:
“‘Destruiré la sabiduría de los sabios y rechazaré la ciencia de los inteligentes’. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el hombre culto? ¿Dónde el razonador sutil de este mundo? ¿Acaso Dios no ha demostrado que la sabiduría del mundo es una necedad? (…) Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres. Hermanos, tengan en cuenta quiénes son los que han sido llamados: no hay entre ustedes muchos sabios, hablando humanamente, ni son muchos los poderosos ni los nobles. Al contrario, Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios”. (1 Corintios 1,19)
No obstante, quizás estemos mirando la cuestión desde el ángulo equivocado. No deberíamos centrarnos en el contenido religioso de la filosofía o en lo que los filósofos han dicho sobre Dios y la religión. Ahí, claro está, solamente podemos encontrar una interminable falta de consenso. Quizás lo que deberíamos estar observando y analizando es la manera en que los filósofos han lidiado con esta falta de consenso. Como Odo Marquard dijo una vez:
“El consenso no siempre es necesario. Mucho más importante que el consenso es el desentendimiento ‘productivo’, y lo más importante de todo es la renuncia al esfuerzo a seguir siendo tonto. (…) El antiquísimo vicio profesional de los filósofos —su crónico déficit de consenso— se ha convertido en una modernísima virtud: sobre todo, esa habilidad para soportar, sin perder la paciencia, la confusión en las discusiones”. (El hombre “de este lado de la utopía”)
Esta virtud de permanecer en calma frente a la incertidumbre, de sobrevivir a la confusión sin desaliento, tiene un valor religioso eterno, de eso sí podemos estar seguros.