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¿Juzgas y te sientes juzgado por los demás?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 24/01/18
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Me falta libertad interior frente a mis prejuicios. Y no tengo libertad interior ante el juicio de los hombresMe gustaría ser capaz de mirar a las personas quitándome los prejuicios. Mirar con asombro. Abierto a la sorpresa. Mirar lo que se ve en la apariencia y mirar muy dentro del corazón, lo que nadie ve, lo que tantas veces no veo. Mirar con curiosidad, sin miedo, con alegría. Mirar con admiración, sin temer involucrarme al mirar, al crear lazos. Porque el amor me involucra. Mirar sin juzgar, sin condenar, sin rechazar.

Pero lo reconozco, a veces me encuentro juzgando intenciones en mi corazón. Me asusta lo que veo y juzgo. O me producen rechazo las actitudes que observo, y me alejo. O surgen los juicios lentamente en el alma, a veces con motivos, casi siempre sin ellos.

Creo que al prejuzgar a las personas me pierdo algo importante. Dejo de abrirme a la verdad de cada uno. Me pierdo algo de la luz que brilla en muchos corazones. Juzgo por mis miedos, por mis prejuicios. Y a la vez que juzgo, eso creo, soy juzgado. Miro y aparto la mirada. Soy mirado y apartan la mirada de mí.

Me gustaría mirar la vida, mirar a los hombres, con intensidad. No quiero quedarme en la superficie. Es verdad que los juicios me asustan. Los míos y los de los hombres. Como si quisiera impresionar al mundo con mis cualidades y talentos. Sé también que mis juicios asustan a muchos. Porque son prematuros, o quizás injustos.

Me falta libertad interior frente a mis prejuicios. Y no tengo libertad interior ante el juicio de los hombres. Todo me influye. Pretendo ser aprobado siempre y en todo lo que hago.

Comenta el P. Kentenich: Los conocimientos y vivencias cosechados en los años de prisión fueron útiles para aumentar la independencia ante el favor y el juicio humanos, y acrecentar la dependencia de Dios y de la valoración que hace Dios.

El P. Kentenich era un hombre libre. Siempre me ha impresionado su libertad interior para no temer el juicio ajeno. Esa es mi meta cuando miro su vida. Es mi sueño.

Quiero ser un hombre plenamente libre. Libre para acercarme sin miedo a los hombres. Libre para darme sin temer el juicio. No quiero tener miedo de ser yo mismo sin pretender ser otro, sin ocultar mi verdad. No sé si lo conseguiré algún día.

A menudo construyo mi autoestima sobre las afirmaciones que recibo. Y me lleno de tristezas ante los juicios que escucho, cuando son críticas y condenas. Incluso difamaciones o calumnias. Poco importa.

Quiero ser libre frente a ello. Un hombre libre, capaz de ser yo mismo en cada circunstancia. Libre para tratar con la misma libertad con un pastor de ovejas que con reyes y grandes empresarios. Con gente sencilla igual que con personas adineradas. Con mendigos e indigentes lo mismo que con personas influyentes. Con enfermos y con niños. Con aquellos que me importan y con esos otros a los que apenas conozco.

Siempre ser yo mismo. Sin tapar mi verdad, oculta a veces tras mis disfraces. Sin miedo a que descubran mis heridas. Sin máscaras que me protejan de las agresiones. Yo mismo desnudo ante los hombres. Como Jesús que se detuvo siempre ante cualquiera lleno de misericordia. Y se mostró en su verdad a todos los que querían conocerlo. Creo que el tiempo que vivo es un tiempo de desencuentros.

Decía el Papa Francisco en el 2014 a la familia de Schoenstatt: Hoy día estamos sufriendo desencuentros cada vez más grandes. Desencuentros familiares, desencuentros testimoniales, desencuentros en el anuncio de la Palabra, y del mensaje, desencuentros de guerras, desencuentros de familias. La división, es el arma que el demonio tiene. El demonio existe. Por si alguno tiene dudas. Y el camino es el desencuentro que lleva a la pelea, la enemistad. Babel. Así como la Iglesia es ese templo de piedras vivas, que edifica el Espíritu Santo. El demonio edifica ese otro templo de la soberbia, del orgullo, que desencuentra, porque cada cual no se entiende, porque habla cosas distintas, que es Babel. De ahí que tenemos que trabajar por una cultura del encuentro.

Vivo tantos desencuentros. Palabras que separan. Gestos que hieren. Son mis prejuicios los que me alejan y dividen. Juzgo por miedo a ser juzgado. Y me alejo condenando a otros. Me da miedo vivir en Babel donde no dejo que mi hermano me toque, me hable, me ame. Donde no comprendo ni soy comprendido. Donde no amo tampoco porque me he puesto una coraza para no sufrir en exceso.

Me abruma el desencuentro en el que tantas familias viven. Tantas personas que se condenan a vivir en guerra, sin paz, sin llegar nunca a conocerse. Y no se encuentran.

Quiero tener un corazón capaz del encuentro. Capaz de encontrarme con mi hermano. Quiero ser capaz de tender puentes. Estar abierto a conocer, sin prisas, a quien sale a mi encuentro. Dispuesto a perder el tiempo con cualquiera.

El otro día leía que la palabra árabe Alcántara significa el puente. Un puente es un vínculo que une dos lados. Dos orillas, dos mundos. Un puente une a las personas que están lejos. Une a las poblaciones enfrentadas. Une a las familias que se han distanciado.

Quiero ser un puente entre el cielo y la tierra. Unir a Dios con los hombres. Ser un puente entre corazón y corazón. Sé que la forma de aislar a los unos de los otros es destruyendo sus puentes, sus vínculos. El corazón se aísla. Deja de estar vinculado con nadie.

Alguien sin puentes, sin vínculos, es alguien vulnerable al que es más fácil arrastrar y llevar donde yo quiero. Una persona vinculada, con raíces, tiene más opinión, más criterio, más fortaleza, más independencia. Me gusta pensar en ser yo puente que una dos extremos lejanos. Puente que una la tierra y el cielo. Puente entre los que están más alejados y aislados. Puente que lleve a casa a los que están lejos. Puente por el que muchos puedan pasar para llegar a la otra orilla.

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