Testimonio cedido a Despacho Profamilia. Soy médico especialista en Oncología, y durante mi larga experiencia siempre creí que vería la enfermedad aprendiendo en experiencia ajena, pero dejé de ser mero espectador cuando me convertí en otra víctima de la difícil enfermedad y aunque en mi caso es curable, sentí claramente el roce de la muerte.
Por ello sentí el impulso por corregir muchos errores en mi vida de los que estaba muy consciente y cuya atención siempre postergaba, sobre todo, el hecho de que tenía muy desatendida mi familia, a la que trataba de compensar solo con un alto nivel de vida.
“Mañana mismo comienzo” me dije en mi interior. Un propósito que renové algunos días sin hacer nada al respecto hasta que absorbido por el trabajo, dejé de hacerlo.
Poco tiempo después, en el hospital donde laboro, al atender a una anciana que había trabajado en la limpieza de la misma institución ahora enferma del maligno cáncer y en fase terminal, de pronto tomó mis manos entre las suyas y me sorprendió diciéndome:
– ¿Sabe doctor que mi vida no vale nada? Me queda poco tiempo y apenas respiro consciente de que, después de mi muerte, en pocos años, ya nadie se acordará de mí. Seré quizás como una pequeñísima mota de polvo flotando en la inmensidad de un oscuro, frío y desconocido universo.
Me miraba a los ojos como asomándose a la profundidad de mi ser.
Desconcertado, pensé que buscaba consuelo, cuando de pronto su cara se iluminó con una pícara sonrisa y apretando suavemente mis manos me dijo:
-No se crea Doctor, es una broma, ¿sabe? Soy lo más valioso que ha existido, lo más fabuloso y maravilloso, lo más amado e inolvidable en el corazón de quien me llamó a la vida temporal y me llama ahora para tenerme eternamente junto a él. Nunca había sido más feliz como ahora, me dijo mientras yo recetaba potentes analgésicos para su dolor.
Por primera vez admití que estaba ante un cuerpo desfalleciente y un espíritu inquebrantable por la fe, sin ni siquiera saber yo qué religión profesaba.
Luego observé que con sus pocas fuerzas caminaba entre las camas charlando con los enfermos, ayudándolos un poco con atenciones, les leía, les contaba historias, animaba y reconfortaba, olvidada de sí misma.
Tan libre, feliz y confiada me hizo pensar que más que la quimioterapia de mi propio tratamiento, era la medicina del espíritu lo que yo más necesitaba.
Paradójicamente durante toda mi práctica profesional me había enfocado solo a la salud del cuerpo sin considerar en absoluto la dimensión constitutiva más importante: en la persona… la espiritual.
Yo,el importante médico especialista, estaba recibiendo una profunda lección de vida de una humilde afanadora a la que siempre había dado poca importancia y a quien apenas había dirigido la palabra.
Un día le conté de mi enfermedad y le dije que deseaba ser tan solo un poquito como ella, pues dudaba saber darle verdadero sentido al tiempo que me quedara, aun cuando sanara.
-Claro que puede dárselo, y mucho, me contestó muy convencida.
Verá usted, yo lo que siempre he hecho es encontrar el sentido al poco a poco de cada día, y al encontrarle un sentido a ese poco a poco de cada día, es como le encuentro sentido a la vida que aún me queda.
Así, al encontrarle sentido a la vida que aún me queda, es como recupero el sentido a todo lo vivido, saldando errores, haciendo méritos y abriendo mi corazón a la esperanza.
Y murió con mucha paz dejándome su legado de sabiduría.
Por ello entendí que todo tiempo de vida es maravilloso porque “lo hecho, hecho queda”.
Los valores asumidos y colmados en todos y cada uno de los momentos irrepetibles, jamás podrán perderse, silenciarse, marchitarse.
Que cada instante esconde un reto único para ahondar en el sentido de la existencia, para realizar una misión irrepetible. Y cada instante solo se presenta una vez: ¡esta vez!
Así “el mañana comienzo” se convirtió en “ahora comienzo” he hice una lista de pequeños propósitos concretos para ser mejor persona, pensando ante todo en la familia.
Lista que reviso diario en un qué hice bien, qué mal y qué puedo hacer mejor al escuchar, comprender, atender, involucrarme y tantas cosas en las que puedo ayudar a los demás a ser mejores.
Y ante fallas u omisiones recomienzo cada día para mejorar en ese “poco a poco”.
De esa manera refuerzo mi voluntad de darle sentido a la vida a través de los amores hermosos, el sufrimiento asumido, el trabajo fecundo, y la fe en un Dios, ante el cual, todos los testimonios de la vida personal quedaran resguardados en el cobijo de la eternidad.
Aprendí que lo más valioso y bello de la existencia es la vida sencilla y normal de todos los seres que nos rodean y podemos mejorarla si vivimos con un corazón acogedor y no con un corazón endurecido.
También aprendí que, aun cuando la existencia se encontrara vacía de sentido, la vida no pierde su carácter maravilloso, pues permite colmarla o redimirla con un acto de arrepentimiento en el momento presente.
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