En Venezuela, un obispo lo proscribió
El carnaval es momento de descanso para algunos y diversión para otros. Tradicionalmente, es motivo de comparsas, disfraces, juega y rumba. Es una fiesta corta y precede a la Cuaresma cuando todo vuelve al recogimiento y penitencia en preparación para la celebración de la Semana Santa.
América Latina es famosa por los carnavales que se escenifican en varias regiones, comenzando por los más fastuosos en Brasil, curiosamente, uno de los países más católicos del continente. Sabemos que esta celebración tiene su origen en fiestas paganas que se remontan a Sumeria y Egipto hace más de 5 mil años. Pero en América son el compendio de tradiciones enraizadas en la más profunda herencia cultural.
Los carnavales de Río de Janeiro, el de Oruro en Bolivia, el de Corrientes en Argentina y el de República Dominicana –además de Uruguay, país que ostenta tener “el carnaval más largo del mundo” con una celebración que dura más de un mes- con sus distintas expresiones, están entre los más afamados y visitados por turistas del mundo entero.
En Venezuela tuvimos los archi-alegres carnavales de Caracas y aún se mantienen las tradicionales e influyentes celebraciones de El Callao (zona guayanesa), con sus rítmicos calipsos que “sacan a bailar hasta a los muertos” y sus infaltables “Madamas” –término tomado del vocablo francés Madame que significa Señora para indicar respeto a las matronas negras, con sus vestidos largos y anchos, de gran colorido, fondos de encaje y accesorios muy vistosos como grandes aretes, collares, pañoletas e impresionantes turbantes.
Toda una amalgama étnico-cultural con una gastronomía muy particular basada en yuca, merey, variedad de quesos deliciosos, toda clase de dulces y turrones, sin olvidar la sapoara, una especie de pescado del que se dice que quien lo come siempre regresa al lugar. Destacaban también las fiestas carnestolendas de los estados Sucre y Nueva Esparta al oriente del país.
Pero en el siglo XVIII el carnaval caraqueño – y con él toda celebración semejante- que convocaba visitantes de todas partes cuando la capital venezolana se contaba entre las más pujantes del mundo, comenzó a tener tropiezos. Un buen día llegó de España el obispo Diez Madroñero. Convencido de que esas eran “fiestas pecaminosas” acabó con todo el jaleo: por decreto, convirtió a los carnavales en tres días de rezos, rosario y procesiones.
En Venezuela, pasada la página del obispo, esta celebración, que data desde el período colonial, retornó con el presidente Antonio Guzmán Blanco, afrancesado y exquisito, quien devolvió la fiesta a la calle con gran pompa. Fue en la etapa de gobierno (1873) donde se empezó a festejar de forma más organizada en las calles sin escatimar en gastos para carrozas, paradas de disfraces, concursos, papelillo, caramelos, serpentina, entre muchos otros detalles.
Predominaron costumbres típicas como los agasajos del “sepelio del carnaval” en las zonas centrales del país, donde se anuncia el fin de estas fiestas. Como costumbre tiende a realizarse un desfile con un cortejo fúnebre y culmina con la quema de alguna figura simbólica, generalmente representado por una sardina. En Carabobo, se desarrolla el Baile de la Hamaca en el barrio San Millán del municipio Puerto Cabello y es también muy famoso el Entierro de la Sardina en Naiguatá, estado Vargas.
Hoy, no hacen falta los reparos del obispo Diez Madroñero: los carnavales se esfumaron de la agenda folklórica por la escasez que sufre Venezuela. Ya no hay caramelos para lanzar desde las carrozas a los expectantes grupos de niños que gritan “Aquí es, aquí es!”, alegre consigna que siempre se escuchaba en las calles al paso de las reinas y sus cortejos. Mucho menos hay para festejar y preparar alimentos especiales. De hecho, el gobierno ha convocado a las plazas con un artificio de “450 actividades recreativas” sin levantar ánimos pero sí reproches.